Paris, Francia
Han pasado tres meses desde la muerte de Tevan. Quizá cuatro. Tal vez cinco. No lo sé. La verdad es que no estoy segura de nada. Ni siquiera puedo contar las horas que arrastran estos días tormentosos. El tiempo ha dejado de ser una línea para mí, no es más que un caos.
Vida. Una palabra tan simple, pero inflada de un significado que los humanos se empeñan en sostener como si valiera algo. Una conexión ilusoria con el mundo, una excusa para seguir respirando al lado de otros, o en la más absoluta soledad. Vivimos —dicen — hasta que llegue el juicio final. O hasta que la muerte decida, sin más, despojarnos de lo poco que tenemos. Porque, así como una vida nace con facilidad en el calor de un hogar, otra muere en el desamparo brutal del mundo. Así fue decretado por un dios que algunos adoran.
Yo no lo hago, yo no lo adoro.
Pero hay algo que no encaja. Porque, aunque el ser humano nace condenado a morir, la muerte de Tevan no tuvo sentido. No fue justa. No fue lógica. Él no le hacía daño a nadie. No había razón alguna para su repentina partida. No hubo advertencias. Solo se fue. Me dejó.
Las personas a mi alrededor aún susurran sus condolencias a mis espaldas, como si su lástima pudiera sostenerme. Sus voces se cuelan como un viento de invierno entre los árboles: frías, huecas y melancólicas. Y aunque sus palabras son sinceras, amables y gentiles, no puedo aceptarlas, no puedo, por más que desee hacerlo no puedo. No cuando me odio con tanta fuerza. No cuando maldigo esta obsesión repugnante por el trabajo que mis padres me dejaron antes de que se fueran, antes de que nos dejaran solos con este peso que no pedimos.
Porque de mi despreciable perfeccionismo, está compulsión enfermiza, se desprende una de las razones por las que Tevan murió. Era lo único que me quedaba. Mi única familia en este cruel mundo. Y lo perdí. Lo perdí con la facilidad con la que un diente de león se eleva hacia el cielo, arrastrado por el viento y se pierde. Se desvaneció como espuma de mar, como una pluma flotando en la nada. Me lo arrebataron tan rápido, y mi terquedad me dejó inmóvil, incapaz de impedir la catástrofe que hoy me aplasta, día tras día, ya no sé qué hacer.
Mi hermano no murió por causas naturales. Lo asesinaron.
Y yo estaba ahí.
Ayer vino mi cuñada a la empresa. De la cual, soy el primer testigo de cuánto amaba a Tevan.
Vino acompañada de mi pequeña sobrina de siete años que, apenas sus ojos almendrados me divisaron tras el cristal de mi oficina, se lanzó sobre mí con esa energía inagotable que solo los niños poseen. Me abrazó como si el mundo no pudiera tocarnos al abrazarnos.
Es una niña muy hermosa. Y no por sus rasgos físicos, sino por la vida que emana de su risa y sus movimientos. Es parecida a Tevan. No solo por la genética, también por la forma exacta en que sus ojos se iluminan con travesuras meticulosamente planeadas, como si cada broma fuera una obra de arte infantil. Corre por los pasillos con esa determinación absurda que solo los inocentes pueden permitirse, y cuando algunos de mis trabajadores intentan regañarla, advirtiéndole que la acusaran conmigo, ella se planta, desafiante y les dice:
¡Mi tía está de mi lado!».
Lo dice con una firmeza que me deja sin palabras. Era una frase típica de Tevan. Esa seguridad tan suya, ese descaro tan tierno.
Y ahí está el problema: cada vez que la veo, cada vez que esa niña inunda los pasillos con su risa, siento que Tevan no ha muerto. Que todo fue una ilusión. Que el día en que lo perdí nunca ocurrió. Que todavía está aquí, escondido detrás del reflejó diminuto de su hija.
Mi madre solía decirme que soy una mujer nostálgica. De las que prefieren mirar hacia atrás antes que enfrentarse al presente. Pero cuando ella aparece, se vuelve una condena. Porque ya no estoy solo recordando: estoy resistiéndome a aceptar. Y esa resistencia me arrastra, me sumerge en una tristeza tan vasta como el mar, un oleaje que golpea cada esquina de mi alma sin ningún tipo de piedad por mí.
¿Mi salvación o mi perdición? Probablemente el tabaco.
Cada noche de los días que pasan sin parar, salgo al balcón de mi oficina. Me recuesto a la baranda con la espalda curvada y cigarro en mano, observo la ciudad que respira sin mí. Fumo durante horas. A veces, hasta perder la cuenta. Las cenizas se empapan en la humedad de la madrugada, mientras el caos silencioso del mundo se despliega ante mis ojos como un abismo indiferente, pero en movimiento.
Rudith —la esposa de mi hermano, una hermosa mujer de ojos celestes y cabellos dorados como el trigo ante la cosecha— me sorprendió mientras estaba en el balcón. Tenía unas cuantas colillas tibias apretadas en la mano izquierda y otro recién encendido entre los labios. Me sorprendió como si fuera una niña traviesa que rompió la vajilla nueva, pero uso exactamente las mismas palabras que solía decir Tevan cada vez que me encontraba fumando en cualquier rincón.
«Adelyn Rossblantt, deja eso».
Lo dijo con suavidad, pero había preocupación real en su voz. No era solo una queja vacía: era el miedo genuino de alguien que ha perdido demasiado como para permitirse otra pérdida.
«Suenas como mi hermano, Rudith». Le respondí, con ese tono neutro que la gente suele admirar de mí, como si fuese virtud no sentir.
La luz anaranjada de la vieja lámpara de aceite apenas nos tocaba, y por un instante sus ojos claros reflejaron sorpresa ante mi respuesta. Pero fue apenas un instante. Sin dudar, me quitó el cigarro encendido de los labios y lo arrojó por el balcón, con las demás colillas
«A Luzy no le gustará ver a su querida tía fumando».
Murmuró, cuidando que la niña de ojos almendrados brillantes dentro de la oficina no perdiera la concentración en sus dibujos.
Tenía razón. Tevan era el primero en levantarme la voz cuando me veía fumando. A lo largo de los años, Luzy aprendió el significado de nuestras discusiones silenciosas. Comprendió por qué su padre me reprendía siempre, y terminó por imitarlo. Heredó su juicio. Su voz.