Adrián
Al bajar del auto y despedirse de su padre, recordó que había dejado en su casa el libro de química. Soltó un fuerte suspiro, el día ni siquiera había iniciado y ya tuvo su momento desafortunado. Un elemento en común que tenían sus días, era su pésima suerte. Hasta para las pequeñas situaciones, lo más simple de lo más simple. Ser feliz era un suceso que se alejaba, incapaz de alcanzarla con la punta de sus dedos. ¿Estaría pagando los errores de una vida pasada? ¿Un antecesor suyo cargaba un karma tan grande? Tendría sentido, de no ser porque es un componente propio de su existencia. Ni sus padres ni su hermana sufrían aquella iniquidad.
—¿Qué se le olvidó? —preguntó su hermana, al observar la desilusión en su mirada.
La conexión entre mellizos era real. Casi como una telepatía. Podían saber lo que pensaba el otro.
—El libro de química.
Ella se puso pensativa.
—Tal vez algún sapo lo traiga todos los días, puedo averiguarlo.
Si existía alguien con soluciones para todos sus problemas era ella. Le parecía cruel que cargara con esa responsabilidad. No era su culpa haber compartido vientre con él. Ella también debía estar pagando algún error de su vida pasada.
Su hermana se alejó y él esperó impacientemente. Revisó su horario.
"Puta madre".
Por supuesto, química era su primera clase. Tenía exactamente veintisiete minutos para conseguir un libro. En el fondo le alegró que su padre tuviera que ir temprano al trabajo. Tras esperar unos quince minutos de pie bajo un árbol, escuchó una voz llamándolo.
—¡Adrián!
"Oh no".
Era Paula, su amiga de la infancia. ¿O debería decir, la amiga de la infancia de su hermana? Siempre había estado ahí. Cumpleaños, vacaciones, excursiones. Su hermana y ella habían crecido prácticamente juntas, como si fuera su verdadera gemela. En la escuela decían que eran trillizos. Sus familias se conocían desde hacía dos generaciones, ya que sus abuelas eran mejores amigas de la infancia. En resumidas cuentas, estaba destinado —maldito— a pasar tiempo con ella.
No es que fuera mala persona ni nada por el estilo. Simplemente le incomodaba que siempre estuviera ahí. Siempre.
—Me dijo Vale que ocupa libro —comenzó la muchacha mientras buscaba en su bolso—. Una conocida de la nueve uno me dijo que lo tenía en el locker.
Tomó el pesado libro, que olía a nuevo. Tenía un nombre cubierto de plástico al frente, este decía "BIANCA S 9-1". No sabía quién era, pero le agradecía que fuese responsable. No estaría tan preocupado de no ser porque el profesor Walter Blanco le asignó un diez por ciento de su nota a asistencia, en la cuál incluía traer los materiales asignados para clase. Era innecesariamente estricto, como si alguno de ellos quisiera estudiar algo como química.
Sorprendido ante la rapidez con la que su hermana logró convencer a Paula de conseguir el libro de otra persona, le agradeció a la muchacha y caminó rumbo al aula de química. Como de costumbre se sentó al frente, justo al lado de la ventana. Era el único lugar donde no era castigado por su poca visión sin estorbar a la mitad de su sección. Su estatura era una bendición en ciertas ocasiones —o cuando quería presumir a su hermana que él sí había heredado la gran estatura de la familia de su madre—, aunque en ciertos momentos destacaba demasiado. Ya cerca del inicio de la lección, comenzó a leer el nuevo capítulo de un manga que le gustaba mucho.
—Yo lo vi, no está tan guapo —escuchó a Jimena decirle a Lidia.
A Adrián no le interesaba la conversación entre esas dos, eran su incapacidad de hablar como personas normales lo que le impedía ignorar su menudencia. Apostaba a que era sobre un estudiante mayor que se les hacía atractivo. Si tan solo no gritaran cada vez que abrían la boca.
—¿Cómo que no? Hasta se le marcan los brazos. Es inteligente, guapo y tiene cuerpo. ¿Qué más puedo pedir?
"Tal vez un cerebro para decir algo interesante".
—No lo sé, ¿un becado? —comenzó Jimena con tono de disgusto—. Ese ni un helado le puede comprar.
"Ni debería desperdiciar esa plata en usted".
—A mí no me importa, yo con gusto lo mantengo.
La risa de hiena de Jimena se escuchó en todo el colegio, y probablemente Azalea. Adrián ya no podía subirle más el volumen a sus audífonos. Se iba a quedar sordo entre el volumen máximo y el fragoroso chisme.
Para su fortuna, el profesor entró en el salón, imponiendo respeto. Era conocido por su tosca manera de tratar a sus alumnos, un poco malhumorado y muy estricto. En parte le agradaba que fuera así, los profesores que intentaban hacerse amigos de sus estudiantes le parecían patéticos. Como era su profesor de química, física y además guía de sección, lo veían prácticamente todos los días. Él no permitía que interrumpieran ni distrajeran a la clase con estúpidas intervenciones. Como no era amigo de nadie, no era amigo suyo. No le importaba.
—Jimena, una más y la mando a dirección —declaró el hombre. La muchacha lo miró muy seria, luego se volvió hacia el frente y bajó la cabeza. Nadie se atrevería a que lo mandaran a dirección el cuarto día de clases.
"Mínimamente cumpla la semana, tal vez tenga esperanza de graduarse."
—Ahora voy a revisar los libros, cuidado tienen el de otra persona porque les bajo diez puntos del cotidiano. Si tienen suerte no los mando a la casa con una advertencia escrita a sus papás.
En efecto, valió mierda.
Su hermana lo miró muy disimuladamente. El profesor inició la revisión al lado opuesto del salón. Ella rápidamente cambió sus libros.
—No haga eso, le bajan diez puntos —susurró Adrián, intentando tomar el libro de regreso.
Un lápiz cayó de la mesa. El eco resonó en todo el salón, como si fuera de metal.
"Aquí yacen los hermanos Piedra. Queridos hijos. 2002-2017".
Inmediatamente el profesor Walter se volvió. Se acercó rápidamente hacia ellos. Tomó el libro sobre la mesa de Adrián. Luego le mostró la contraportada, donde claramente miraba la etiqueta con un nombre que no era el suyo.