Prefacio
«Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal. Amén». La oración se repetía una y otra vez dentro de mi mente, como un eco lejano y un recordatorio tácito de mi condición; susurrada por las noches, con un único deseo de familiaridad; en la misa matutina como la confirmación de la escucha. Tantas veces que ya había perdido la cuenta. No se trataba solo de el pedido de redención sino que abría una herida más profunda, era la historia completa de un dogma religioso, sobre la benevolencia de algunos y el pago por los pecados en otros: Se trataba de Dios y de sus Ángeles; de Lucifer y sus demonios. De esos que viven pero no a la vista de nadie, de lo que se duda de que vivan; del bien y del mal, de los hombres. «En lugares de delicados pastos me hará descansar; junto a aguas de reposo me pastoreará. Confortará mi alma; me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre. Aunque ande en el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo».
—Dime, hija ¿te has hincado para orar ya? —me preguntó mi mamá con la voz quedada esa noche—. Háblale y pide que te cuide los pasos, pide por mí y por tu padre. Recuérdalo, Moira, nunca puedes dejar de orar.
Esa misma noche, apenas unos cuantos minutos después de salir de mi habitación, murió en el sillón de la sala. Dijeron que fue un ataque súbito al corazón, que no había nada que se pudiera hacer con ella y, aun así, me pasé largas hora de esa noche y otras muchas, orando al cielo y pidiendo a Dios que todavía la dejara un poco más conmigo. No recibí de él ni de nadie ninguna respuesta. Después de lágrimas, gritos ignorados y cientos de días de abnegada espera, llegué a la absurda conclusión de que quizá eso era lo que debía suceder. La cuestión era que siguió sin escucharme el resto de las noches; un año pasó, después dos y el silencio fue haciéndose más presente, pesado y fuerte, pues no importaba que tanto rezara o con qué ferviente lucha lo hiciera, nunca había una respuesta. Lo que vino, en cambio, fue la muerte: mi papá enfermó más pronto que tarde y volví a estar de rodillas, suplicando a gritos y contemplando la autoflagelación como único camino a la escucha. Con el hambre martillándome y las lágrimas secas en la piel, arrodillada en el piso vi como no pasó nada, nadie vino a nuestra puerta y nadie respondió al llamado de urgencia. Mi papá murió bajo la misma premisa, en la que todo hacía parte de un propósito y cada noche que fui a dormirme después de esa, ya no era una oración lo que pronunciaba sino que trataba de entender cuál era ese propósito, de qué forma tenía que ver conmigo. ¿Qué propósito había en la muerte? Más allá del brusco descenso y el sumergimiento en el miedo, la desprotección y la zozobra, con encontraba nada.
—Moira, por favor, no olvides rezar. Nunca puedes dejar de rezar, pues es lo que tus padres siempre quisieron para ti —repetía cada noche mi abuelo—. Debes ser devota y abnegada, es el único camino.
Tenía quince cuando también murió mi abuelo y, de pronto, me quedaba absolutamente sola en el mundo. No valían oraciones ni devociones, y ante la falta de reciprocidad del cielo, dejé de agradecer, hablar y pedirle. Abandoné la fe y me negué a volver a poner un pie dentro de una iglesia. No tenía nada por qué agradecerle a Dios, todos cuyas vidas alguna vez significaron algo para mí habían muerto y yo estaba viviendo al borde de la miseria, sosteniéndome en una valentía que no tenía fundamentos en nadie más sino en mi propio deseo de supervivencia. Asumí con mucha diligencia que ninguna divinidad iba a hacerse cargo de mis problemas, ni mucho menos caminarían detrás de mí, asumí que estaba sola, que era yo misma quién debía resolverlos y velar por mis propios intereses; pues alguien como yo, que ya no tenía nada, tampoco podía perder más. Odié con bastedad y propósito la idea de religión y salvación, lo que ello implicaba y como socavaba la poca autonomía unipersonal. No era para mí sino un engaño, la mejor forma de sometimiento y nada más que la perversión del cuerpo. Nadie iba a castigarme por mis pecados y, mucho menos, me recompensarían por ser una buena persona. Dentro de mí no habitaba sino el rencor y la desgracia, como semillas que al final florecieron tanto hasta dejarme ciega.
Era por ello que, si alguien me hubiera contado que, entre Dios y Lucifer, existía una lucha tan asidua como antigua por control de las almas humanas, me hubiera reído en su cara. Después hubiese dado la vuelta y continuaba con mi vida de la misma forma que lo había hecho hasta entonces. Sin preguntas y sin impresiones; si me decían que estaría yo en medio de ese conflicto, el asunto solo se hubiera aguzado más en lo cómico y mi divertimento rozaría lo desconocido. Pero entonces pasó «aquello» y comprendería yo, de las peores formas, que también existen cosas de un carácter de absoluta inexplicabilidad. Porque nunca comprendería cómo es que terminé en medio de una lucha tan antigua como el mito de la vida misma, donde la condición humana no era más que la más baja de todas las condiciones y, los misterios y secretos, guardados en el tiempo, salían a relucir, acabando con el orden ya establecido. Yo, que solo era adepta a la incredulidad, que no era nadie y no lo sería sino hasta que las palabras fueran pronunciadas en voz alta.
—¿Sabes por qué tu madre te nombró de esa forma? —la pregunta de Ramiel se había presentado como una respuesta a todo aquello que no podía comprender, muchísimo tiempo después. Con la ropa manchada con sangre y el cuerpo temblando, la respiración lenta, lo miré al rostro mientras él me tomaba las manos, en un intento burdo de tranquilizarme y desvelaba aquel misterio—… Aun así, el cielo no es tu lugar, Moira. Has pecado toda tu vida, y nadie puede librarte de lo que te espera…
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Editado: 22.04.2025