Sálvame de la muerte

CAPÍTULO UNO

         —Madre —la miro y hago amago de sostener mi micrófono invisible para ella—. ¿Qué pronóstico tienes para el partido de hoy? —pregunto haciendo mi mejor imitación de los comentaristas de los partidos de futbol que solemos ver en la televisión—. Hagan sus apuestas, ¿ganarán los Grandes o apostarán esta noche por los Halcones?

            Mi madre ríe al escucharme negando con la cabeza a la vez que alza los hombros, en un gesto que denota desinterés sobre el tema. Mi padre, por otra parte y a pesar de ser quien decidió que es mejor ir a ver el partido en vivo y en directo que por medio de la televisión, se muestra reacio ante nuestra plática. Se mantiene concentrado en un anuncio que se escucha en la radio del automóvil. De esos anuncios que dan cada cierto tiempo, donde dan las noticias más prontas, policiacas, de farándula, entre otras.

            —Algo está ocurriendo no muy lejos de aquí —frunce el ceño mi padre y nos echa un vistazo rápido por el espejo retrovisor para regresar a la carretera sorprendentemente vacía de Chicago.

            Vuelvo mi vista a ésta y agudizo mis oídos para enfocarme en la voz del conductor de la compañía de radio en vez del tremendo silencio que hay en la calle afuera del vehículo en el que nos movemos.

            —Debe haber una conglomeración tremenda más adelante, tenlo por seguro —asegura la voz de mi madre y ella se recarga en su asiento con cierta molestia, poniendo los ojos en blanco.

            Los atascos en el tráfico apestan, son extremadamente largos y una no puede hacer otra cosa más que mirar a los del coche de al lado, lanzándoles miradas y gestos graciosos. Claro, si éstos no son unos amargados.

            —¡Vamos! —le digo, recojo un mechón de su cabello suelto y lo pongo detrás de su oreja—. Madre, no te pongas pesada —la miro y ella arquea una ceja invitándome, o retándome a seguir—. Todavía ni está el atasco y ya te estás poniendo de malas —río.

            Cuando creo que la he puesto peor, ella se rasca la mano y ríe con condescendencia.

            —Tienes razón —asiente con la cabeza para hacer énfasis. Mira a mi padre y le dice—: Cariño, ¿podríamos parar a una tienda de autoservicio? No creo llegar hasta el estadio —cuando acaba de hablar se lleva las manos al regazo y aprieta fuertemente su vientre bajo.

            Mi padre esboza una mueca burlona al comprender. Viéndolo bien, es claro que he heredado ese mismo gesto desenfadado de él.

            La gente suele decírmelo a menudo. «Lía, has sacado eso de tu padre». «A ver, hazlo de nuevo».

            —Sí, linda. Voy a doblar a la siguiente intersección. En serio que ver esta carretera vacía me está poniendo los pelos de punta —dice mi padre, mirando fijamente a mi madre por el reflejo—. Además, no quiero que estropees este lindo tapizado —acaricia con vehemencia el asiento vacío a un lado de él, y entonces no puedo evitarlo...

            Una carcajada característica de mí brota desde lo más profundo de mi garganta con más fuerza de la necesaria y no pasa mucho tiempo antes de que mis padres se me unan.

            Esto es lo que más adoro de las salidas a cualquier lugar, por más cercano que éste sea. El trayecto. El trayecto es, sin duda, lo mejor de un viaje.

            Antes de que mi madre tenga tiempo siquiera de replicar con inteligencia algo contra mi padre. Un coche negro —que no tengo ni la más mínima idea de dónde ha salido— pasa a toda velocidad justo a un lado de nosotros. Mi padre, aturullado, ralentiza la velocidad.

            —¿Qué le pasa a ese imbécil? —farfulla mi madre, girándose en el asiento para obtener una mejor vista del coche que se aleja a toda velocidad hacia el lado contrario a donde nos dirigimos.

            La miro con la boca abierta al igual que mi padre.

            En casa es impropio de mis padres el soltar alguna palabrota. Es más, desde que tengo memoria nunca los he escuchado mencionar siquiera la palabra «idiota». A pesar que ésta no es ni de cerca tan altisonante como lo son otras que he escuchado decir a mis amigos. Ni mucho menos tan fuertes como las que he leído en algunas novelas españolas.

            «Joder». Es una de ellas y es, además, una palabrota que me encantaría gritarle a alguien alguna vez.

            —Madre —le reprimo—. He olvidado la barra de jabón en casa pero ya verás cuando lleguemos —rebusco en mi mochila negra que está encima de mis piernas el jabón que, obviamente, no está ahí.

            —Hija, el tiempo se nos acaba —dice con cierto y marcado pesar, pero se recompone al instante y mira intensamente al hombre que ha amado toda su vida—. Si quiero decir groserías voy a hacerlo. Verdad, ¿cabrón? —le suelta entre risas contagiosas a mi padre.

            Mi padre, atónito por la situación sólo sonríe sin saber bien qué responder. Yo, por mi parte, observo divertida el momento. Esto no pasa todos los días. Ah, qué suerte la mía que traje este sobre de frituras saladas que tanto me encantan. Los abro y me llevo un puñado a la boca dispuesta a divertirme a lo grande con esto.

            —Mi amor, ¿qué te ha pasado? ¿Es que de pronto tienes vocabulario de tráilero? —susurra la voz ronca y pesada de mi padre.




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