Danielle
Como de costumbre, me encontraba frente a la ventana, contemplando las mariposas que revoloteaban en el jardín, un jardín repleto de radiantes flores que parecían encenderse bajo la luz del sol. Envidiaba a esos pequeños seres llenos de vida, capaces de mover sus alas y ser libres, mientras que yo, atrapada en esa prisión dorada, sentía que mis propias alas estaban rasgadas.
—Señora, Danielle —me llamó Lisbeth, interrumpiendo mis pensamientos.
Suspiré con cansancio. Todo y todos en esa casa me enfermaban profundamente.
—¿Qué sucede, Lisbeth? —pregunté, sin poder ocultar el fastidio en mi voz.
—Es hora de almorzar —dijo ella, mientras yo dirigía una mirada sin interés a la bandeja de comida que sostenía.
—Déjalo en la mesa… —respondí con desdén, sin apartar la vista de la ventana.
—¡Beth! ¡He llegado, Beth! —gritó alguien desde el fondo de la casa.
Rodé los ojos, exasperada.
—Puedes retirarte —ordené, y Lisbeth, con una mirada comprensiva, salió de la habitación sin decir más.
Volví a fijar mi atención en las mariposas, deseando con cada fibra de mi ser poder convertirme en una de ellas. Anhelaba ser libre, huir lejos de todo aquello, y sobre todo, ser feliz.
A pesar de que detestaba cada rincón de esas cuatro paredes que me asfixiaban, al mismo tiempo, eran mi refugio. Permanecer encerrada allí me evitaba el tormento de ver a Noelle, y sobre todo, de enfrentar al hombre que, por desgracia, era mi esposo, a quien odiaba con cada latido de mi corazón.
Observé el jardín hasta que la última mariposa desapareció de mi vista. Luego, me acosté, buscando en el sueño el único alivio que conocía: un escape temporal de todo y de todos.
[***]
Cuando abrí los ojos, la noche ya había avanzado más allá de la medianoche. El hambre en mi estómago, producto de haber ignorado tanto el almuerzo como la cena, me obligó a salir de la habitación en busca de algo que saciara mi apetito.
Para mi fortuna, la casa estaba en silencio; todos parecían estar dormidos. Me sentí momentáneamente aliviada, pero ese sentimiento no duró mucho. En cuanto lo vi entrar a la casa, todo en mí se revolvió. Sentí náuseas solo con tener su mirada sobre mí.
Él siempre lograba ese efecto en mí: asco.
—¿Qué haces despierta a esta hora? —preguntó con una cortesía que solo provocó mi desprecio.
—Créeme que recibirte no estaba en mis planes. Si hubiera sabido que tendría que ver tu repugnante rostro, preferiría haber muerto de hambre —le respondí, sin ocultar el desprecio en mi voz.
Estaba tan acostumbrada a su mirada de sufrimiento que ni siquiera me conmovió ver la tristeza en sus ojos.
—Buenas noches, Danielle —me dijo él con una resignación que solía enfurecerme.
Ignoré sus palabras y seguí mi camino hacia la cocina. No pude evitar notar algo extraño en él; por primera vez, la culpa había desaparecido de su mirada.
Desestimé ese detalle, prefiriendo no pensar en él, sin saber el gran significado de ese pequeño e insignificante gesto. Sin saber que, días después de aquella noche, comenzaría el verdadero infierno en mi vida.
[***]
El llanto de Noelle interrumpió mi sueño, y con un profundo malestar, me levanté de la cama y salí de la habitación. Lo vi a él, detenido por su hija, quien le suplicaba que no se fuera. Creí que solo sería otro viaje de negocios, por lo que me dispuse a darme la vuelta, pero algo me detuvo. Me di cuenta de que esta vez era diferente.
—No puedes dejar sola a tu mamá… —le dijo él en un tono que intentaba ser tranquilizador.
Sin darme cuenta, me había girado para observar la escena dramática.
—Ella de alguna manera te necesita.
—¡No quiero quedarme con esa mujer! Prefiero estar contigo. ¡No me dejes con ella! ¡¡No la quiero!! —gritaba Noelle desesperada.
Las palabras que salían de la boca de esa niña eran duras, pero en ese momento no me afectaban lo más mínimo. El hecho de no tener el afecto de mi propia hija no significaba nada para mí.
—Noelle… —intentó calmarla él, mientras la acariciaba con ternura.
—Por favor, padre —suplicó, casi de rodillas.
—Si te vas por un buen tiempo, deberías llevarte a tu hija. No la necesito; solo me estorbará aquí —le dije, con frialdad.
—Es tu hija…
—¡Yo no la deseé! Por lo tanto, no la veo como mi hija. ¡Así que llévatela de viaje y evítame el disgusto de escuchar su voz! —respondí, sin importarme el dolor en la cara de Noelle.
—¡Padre, llévame contigo! —rogó la niña, aferrándose a su padre.
—Señora, el señor no se va de viaje. El señor se va de la casa —me informó Lisbeth desde el umbral de la puerta.
—Vaya, es una gran noticia —contesté.
—¡Es una buena noticia para ti, no para mí! —Miré a Noelle con una sonrisa torcida en mi rostro—. Para mí es la peor noticia de todas porque tengo que quedarme contigo.