Salvaré Este Matrimonio

CAPÍTULO 3

—¿Dónde tengo que firmar? —pregunté, con la voz cargada de sarcasmo.

Su expresión cambió, pasando del dolor a una resignación que, por un segundo, me descolocó.

—Mañana mismo mi abogado iniciará los trámites. Muy pronto tu mayor deseo se hará realidad… Lamento haberte hecho vivir en el infierno todos estos años. Perdón por no haberte hecho feliz ni una sola vez —dijo, y salió de la casa sin mirarme.

Esas últimas palabras lograron tocar algo en mí. Por primera vez, sus disculpas despertaron una chispa de dolor que, en ese momento, me negué a aceptar.

Desde esa amarga discusión, algo cambió. Lo sentía, pero no quería reconocerlo. Un mes transcurrió, más sombrío de lo habitual.

—¿Señora…? —escuché la voz de la sirvienta al otro lado de la puerta.

—Adelante…

Desde que él se había marchado, había dejado de ponerle seguro a la puerta.

—El señor ha venido…

Sonreí con satisfacción.

—¿Tan poco le duró la determinación? —dije mientras me ponía de pie—. Parece que no podré librarme de él tan fácilmente.

Salí de mi habitación con la altivez que me caracterizaba. Al llegar a la sala, los vi. Padre e hija, tomados de la mano, tranquilos, como si yo fuera el único problema en esta ecuación.

—Pensé que no volvería a verte —comenté, intentando que mi voz no revelara nada.

Ambos me miraron.

—Sólo vine para que firmes los papeles del divorcio —respondió él, sin inmutarse.

Sonreí, pero lo que dijo hirió mi orgullo más de lo que quería admitir.

—Papá, dile lo otro… —interrumpió Noelle.

Él sonrió, pero no a mí. Con el rabillo del ojo, vi que su sonrisa era para la niñera.

—Lisbeth, Noelle te ha extrañado mucho. ¿Te gustaría seguir cuidando de mi hija?

—¡Por supuesto, señor! No hay nada que me haga más feliz que cuidar a la pequeña Noelle.

—Entonces ve a preparar tus cosas. Esta misma noche te mudarás a mi nuevo hogar.

—¡Sí, señor! —respondió la niñera emocionada.

—¡Beth! —gritó Noelle, corriendo a abrazarla—. ¡Qué alegría, vamos a estar juntas de nuevo!

—Así es, niña Noelle —contestó Lisbeth, sonriendo.

Solté una risilla burlona que duró un par de segundos.

—Recoge todas tus cosas y lárgate de aquí. Asegúrate de no olvidar nada, porque no quiero volver a ver tu rostro en esta casa —dije, con desprecio.

—No le hagas caso a esa mujer, Beth. Te ayudaré a preparar tus pertenencias para irnos. Estoy segura de que te gustará la nueva casa, papá —escuché decir a Noelle, mientras se alejaban.

Él volvió su atención hacia mí.

—¿Qué te ha hecho Beth para que la trates de esa manera?

—Deja de meterte en mi vida.

—Será la última vez —respondió, extendiéndome un sobre amarillo—. Aquí están los papeles del divorcio. Léelos y, si quieres cambiar algo en la división de bienes, házmelo saber.

Le arrebaté el sobre, sintiéndome un poco vulnerable.

—Parece que no era la única deseando el divorcio… —comenté, aunque la forma en que lo dije me hizo sentir estúpida. Rápidamente cambié de tema—. Vaya, tienes un excelente abogado. Deberías subirle el sueldo, seguro no durmió varias noches para tener esto listo.

—Es muy eficiente —respondió él, sin más.

Saqué los documentos del sobre y comencé a leer, buscando cualquier error que pudiera usar en su contra. Pero todo estaba en orden. Perfecto, en realidad.

Aun así, algo en mí se resistía.

—No pienso firmar esto —dije finalmente, arrojando los papeles a sus pies.

Desconocía el motivo de mi comportamiento. Siempre había querido este divorcio, pero algo en mi interior luchaba. Sentía golpes en el pecho, como si mi corazón intentara reanimarse, hacerme entrar en razón.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que no te parece?

—Te aguanté ocho malditos años, y ahora vienes a ofrecerme una miseria —respondí, cruzándome de brazos—. Dile a tu incompetente abogado que lo rehaga, o si prefieres, llevamos este divorcio al extremo. Estoy segura de que saldré más beneficiada si no es de mutuo acuerdo.

Él suspiró, cansado.

—¿Algo más en lo que no estés de acuerdo?

—Redactaré las cláusulas para que este divorcio se dé lo más rápido posible y se lo enviaré al inepto de tu abogado —declaré, sin rodeos.

—Bien, se hará como quieras.

Aunque obtuve lo que quería, esos golpes en mi pecho no cesaban. No sabía qué estaba ocurriendo conmigo.

—¡Vaya, vaya! Había olvidado lo ridículo que es el amor —dije, notando su confusión—. Tu amante debe estar muy feliz; pronto será tu esposa.

—¿Qué tiene que ver ella en esto?

Los golpes en mi pecho se detuvieron de repente, y comencé a oír mi propia voz interior suplicándome que le pidiera explicaciones.




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