Abrumada, confundida y perdida, me dirigí a la morgue. Legalmente, tenía que identificar los cuerpos para que el proceso de investigación pudiera comenzar. Al llegar a esa sala y ver esos dos cuerpos pálidos, cubiertos de sangre, llenos de moretones y cortes, me sentí tan debilitada que el aire helado de ese lugar parecía congelar mis huesos.
—¿Puede confirmar que son su esposo y su hija? —Asentí por inercia—. Lamento su pérdida… La dejaré unos minutos a solas —manifestó el forense antes de salir de la sala.
Mi mirada se quedó fija en esas dos figuras que yacían sobre las frías mesas de acero. Apenas escuché que la puerta se cerró, comencé a reír como si alguien me estuviera haciendo cosquillas.
—Hicieron todo esto para llamar mi atención, ¿verdad? —Avancé unos pasos, situándome entre las dos mesas—. ¡Dejen de hacer estupideces y levántense de una vez!
Mi respiración se hizo pesada, y sentí un dolor indescriptible en el pecho. Era un sufrimiento tan profundo que parecía extenderse a todos mis órganos, como si mi cuerpo estuviera a punto de explotar.
—¿Qué estás esperando para hacerlo? —Miré al hombre que más odiaba—. ¡Levántate, maldita sea, que aún no nos hemos divorciado!
Sin obtener respuesta, dirigí mi mirada hacia la niña que había llevado en mi vientre durante nueve largos meses, contra mi voluntad.
—Es momento de dejar de jugar, Noelle. ¿Quieres verme enojada? ¡Te estoy hablando!
Seguía en una negación total, convencida de que todo era una estratagema elaborada por mi esposo. Un plan tan realista y perfecto.
—Yo te traje a este mundo, deberías obedecerme, o al menos responderme —grité, tratando de liberar el nudo que se había formado en mi garganta—. No me provoquen más odio…
Sin aceptar lo que mis ojos veían, acerqué una mano temblorosa al rostro de Noelle. Por primera vez desde su nacimiento, toqué su mejilla. Su piel era suave, pero carecía de calidez. Sonreí y comencé a reír de una manera extraña, una risa rota que revelaba mi sufrimiento. Lentamente, giré mi cabeza hacia el hombre que seguía siendo mi esposo y, con mi otra mano, toqué la suya. Curiosamente, no sentí asco.
—¿De verdad han muerto? —musité, y de inmediato caí de rodillas al suelo.
Ahí, arrodillada, sosteniendo la mano de mi esposo y la mejilla de mi hija, sentí que algo me desgarraba por dentro. Parecía que mi alma se rompía en pedazos, aunque mis ojos no podían derramar ni una sola lágrima, mientras mi corazón se desbordaba en un llanto silencioso.
[***]
El secretario de mi esposo organizó el funeral mientras yo permanecía encerrada en la recámara, perdida en mi propia existencia, respirando, pero vacía por dentro. Cuando todo estuvo listo, no me quedó más remedio que salir. La esposa de mi padre me sugirió dar una imagen de luto, pero no pude hacerlo. Simplemente, me senté en primera fila, con la mirada fija en los ataúdes, recibiendo las condolencias y las lástimas de los presentes.
—Mi más sentido pésame por tu pérdida —dijo una antigua conocida de mi esposo.
—Gracias por sus palabras de consuelo.
Con una mirada de pena, se acercó a los ataúdes.
—Danielle…
—Dime —respondí, mirando a Agustina.
—La niñera de Noelle está afuera. Insiste en entrar.
—Déjala pasar.
—Pero…
—Hazla pasar —ordené con firmeza.
—Está bien —cedió, aunque su expresión dejaba claro su desacuerdo. Se dio la vuelta y fue en busca de Lizbeth, la única persona que sobrevivió al accidente.
Con un nudo en la garganta, volví a fijar mis ojos en los ataúdes. Los recuerdos y las memorias se entrelazaban en un torbellino de desolación. Cada gesto, cada palabra fría, mi indiferencia y mi actitud me sumían en una paradoja dolorosa.
El sonido de una puerta abriéndose llamó mi atención. Vi a Lizbeth, profundamente herida tanto física como emocionalmente. Un enfermero empujaba su silla de ruedas hasta los ataúdes.
—Mi pequeña, ¿por qué tenías que ser tú? Yo debería haber muerto en lugar de ti y tu papá. Mi niña, mi Noelle, me parte el alma verte aquí —su llanto desgarrador llenó la sala, como el de una madre que pierde a su hijo.
—La niñera llora la muerte de la niña que cuidaba y su patrón, mientras la señora de esta casa está como si nada —susurró alguien entre los presentes.
Bajé la mirada, sin fuerzas para explicar lo que sentía. No tenía la energía para decirles que mi corazón dolía, pero que era un dolor inexpresable, como si estuviera atrapada en una prisión donde el lamento estaba prohibido.
[***]
Cuando un ser querido muere, el tiempo parece transcurrir dolorosamente lento, pero para mí, todo avanzaba demasiado rápido. Me encontraba en el cementerio, observando cómo las flores caían sobre los ataúdes mientras los bajaban a la tierra.
—¡Asesina! —giré la cabeza—. ¡Eres una asesina! —la amante me gritaba con odio—. ¡Tú los mataste!
—¡Sáquenla de aquí! —exclamó Agustina.
—¡No me iré hasta desenmascarar a esta mujer!