Monte Selharion, al amanecer, 3 años despues
Aún no había amanecido cuando los cuernos ceremoniales de Majestic Vidria sonaron en la Plaza de los Ecos. El eco del cuerno de plata se duplicaba sobre los techos de mármol, vibrando entre las torres del templo alto. Las nieblas del alba aún abrazaban los caminos cuando Sylfired, envuelta en su manto de iniciación, fue conducida hasta la escalinata del Monte Selharion, el primero de los 33.
Los sacerdotes y sacerdotisas se alineaban en doble fila, cada uno con una antorcha de cera vidrial, mientras un carruaje ritual, sin ruedas ni bestias, levitaba suavemente sobre el suelo a medida que Sylfired era llevada al pie del monte. Tenía solo tres años y cinco meses, A diferencia de los humanos, los elfos en aquella dad ya se desarrollaban en edad, y mostraban cierta madurez, los niños aprendían a mantener una fe rígida, firme, veraz. En ese momento, Sylfired mantenía la mirada firme, inquisitiva, llena de una atención que no parecía de su edad.
El ritual de las 33 reverencias no era una costumbre menor. Era una consagración formal del alma ante los 33 principios sagrados que fundaban la espiritualidad vaelorniana. Cada monte representaba una virtud y cada virtud, un pilar del orden, un atributo otorgado por los 12 dioses.
Mientras los niños élficos de noble linaje lo hacían en grupo, como parte de su adoctrinamiento ritual, Sylfired lo hacía sola, como correspondía a una Vidriarith, una marcada por Majestic Vidria, diosa del Cambio y la Impermeabilidad.
El Monte Selharion, por su parte, era bajo, cubierto por árboles de hojas translúcidas. La primera reverencia debía realizarse bajo un arco de luz que se formaba cuando el sol naciente atravesaba el bosque en el ángulo perfecto. Dos sacerdotisas la acompañaban: Ithnya, su instructora desde el nacimiento, he Ysveran, la guardiana del ritual.
—Recuerda, Sylfired —le susurró Ithnya mientras subían—: esta reverencia es a la Virtud del Recibimiento. Abres el alma al ciclo, te inclinas como la semilla que se entierra para florecer.
La niña asintió, sin delatar emoción alguna.
Cuando el sol rozó el momento justo, y el arco de luz apareció como un velo radiante, Sylfired avanzó sola, se arrodilló, y recitó las palabras:
—“Que el primer monte me reciba como llama que inicia su forma. Que el dios que me observa no me vea con ojos cerrados.”
Las hojas se estremecieron. El silencio fue total. Ithnya sonrió. Ysveran asintió. Todo había comenzado.
Durante los días siguientes, Sylfired recorrió el Monte Galdirith (la Fortaleza del Corazón); el Monte Arthenyel (la Voz que Juzga) y el Monte Neryvhal (la Tranquilidad del Oído). En cada uno, se postraba ante los altares a los diversos Dioses y recitaba las oraciones como una especie de mantra, y se sumergía en el protocolo con un fervor que, aunque bien ejecutado, parecía… demasiado atento. Demasiado consciente. Demasiado monótono.
La mayoría de los niños miraban al suelo o a las estatuas con ojos temerosos. Ella miraba a los ojos de cada ídolo. Como si buscara una respuesta. Pero fue en la cima del Monte Syr’Onhal, el primero consagrado directamente a un dios —en este caso, Parshath, el Juez de la Devastación, cuyos sacerdotes eran humanos de amplia calvicie—, cuando Ithnya empezó a sentir algo extraño. Durante la reverencia a la Virtud de la Ruina Justa, Sylfired tardó más de lo habitual en pronunciar las palabras. Luego, cuando se inclinó, miró fijamente al rostro de Parshath, esculpido en piedra negra, con una expresión difícil de interpretar.
Desafío no era.
Tampoco miedo.
Era duda.
Al descender, Ithnya le preguntó suavemente:
—¿Te costó recordar las palabras?
Sylfired bajó la mirada un instante. Luego respondió:
—Es que él… no juzga. Solo castiga.
La respuesta quedó flotando como una hoja cortada.
Esa noche, Ithnya escribió un breve comentario en su bitácora de formación:
“La niña cumple con todo rigor. Su entonación es impecable. Pero hay momentos donde su silencio no es reverente… es reflexivo. Y eso, en una Vidriarith, puede ser más peligroso que una falta. Hay que vigilarla, ponerla en cintura.”
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Monte Zyrandor, en Cumbre de la Purificación,
La comitiva avanzaba con lentitud. Los caminos que unían los 33 montes eran sagrados, y no podían recorrerse con prisa. Las huellas que dejaban los pies de los iniciados quedaban marcadas en piedra hasta la siguiente luna nueva, y en el caso de Sylfired, sus pasos serían preservados en cuarzo ritual por orden directa del templo de Majestic Vidria.
Los peregrinos que vieron pasar a la niña bajaron la cabeza con respeto. No por compasión, sino por reverencia. Una Vidriarith estaba cruzando los Montes. Y lo hacía sola. Era la primera vez en casi dos milenios que una marcadeflujos, una portadora de la Clarividencia Mutable, realizaba el ritual completo antes de su cuarto año. La solemnidad del acto no era solo simbólica: tenía implicancias políticas, espirituales y hasta proféticas. La ciudad de Arduin miraba.
Aquel día, debían ascender a Zyrandor, monte consagrado a Urishadar, el dios de la Flama Áurea, el aire era seco, cortante. Los árboles de fuego, cuyas hojas ardían sin consumirse, marcaban el camino hasta el templo circular que coronaba la cima. Era uno de los más antiguos, incluso anterior al Templo Alto de Vidria. Allí no se hablaba. Solo se escuchaba el crujir del fuego.