Norte y Sur Meridionales, Velkaris. Alamar,
Amanecía en Velkaris.
El Reino de Velkaris despertaba con el murmullo del gran río Venyamar, cuyas aguas serpenteaban por la ciudad capital, Alamar, que reflejaba el dorado de los primeros rayos del sol. Barcos mercantes, cargados de especias, oro y piedras preciosas, zarpaban desde el Río hacia el mar, mientras los comerciantes gritaban sus ofertas en la vasta plaza central. Velkaris era un reino de riquezas y esplendor, pero su mayor tesoro no era el oro, sino el poder que fluía con la astucia de sus gobernantes.
En el interior del Palacio de Onyx, donde la realeza habitaba entre mármoles negros y estandartes de seda, la joven Yrenis se encontraba en el salón de estrategias. Con solo siete años, su cabello plateado ya la hacía parecer divina, y sus ojos azules irradiaban un fulgor frío e impenetrable. Pero, más allá de su belleza, su madre, la Reina Selvara, se encargaba de esculpir en ella algo más valioso: una mente afilada como una daga.
—El poder, hija, nunca se otorga… Se toma. —La voz de Selvara era serena, pero en su tono se percibía la dureza de quien había sobrevivido a décadas de intriga. Frente a ellas, sobre una mesa de ébano, un mapa de Velkaris y sus reinos vecinos estaba desplegado. Selvara señaló con su anillo enjoyado la frontera con Draymir.— Nuestros aliados son débiles y brutos. Nuestros enemigos acechan. Y los reyes que confían en la lealtad ajena… terminan con un puñal en la espalda.
Yrenis, sentada en un alto trono de madera oscura, miraba el mapa con intensidad. Había aprendido a leerlo antes que la mayoría de los niños aprendieran a escribir su propio nombre. Cada símbolo marcaba fortalezas, rutas comerciales y contingentes militares. Pero lo que realmente importaba no estaba dibujado allí: los juegos de poder, las traiciones latentes y los favores comprados.
—Entonces, madre, ¿cómo sabemos en quién confiar? —Preguntó con la inocencia de una niña, pero con la curiosidad de una futura soberana.
Selvara sonrió con satisfacción. Su hija aprendía rápido.
—No confiamos, hija. Observamos, manipulamos… y cuando sea necesario, traicionamos y destruimos.
A su corta edad, Yrenis entendía que su vida no era la de una princesa común. Sus días estaban repletos de lecciones de política, diplomacia y el arte de la persuasión. Era instruida por los mejores maestros en retórica, historia y economía, pero su entrenamiento más valioso venía directamente de su madre. La Reina Selvara, la llevaba a las reuniones de la corte, donde aprendía a identificar los sutiles cambios en el tono de voz de un embajador, las miradas esquivas de los nobles que ocultaban secretos, y las mentiras disfrazadas de halagos.
Cada día, al caer la noche, su madre la sentaba en la biblioteca real, rodeada de pergaminos antiguos y crónicas de conquistas pasadas.
—Léelo en voz alta —ordenaba Selvara, dándole un documento con tratados de guerra o acuerdos de comercio.
Yrenis obedecía, y su madre la interrumpía con preguntas incisivas:
"¿Qué obtienen ambas partes? ¿Quién gana más con este acuerdo? ¿Cómo podríamos usar esto en nuestro favor?"
No había juegos, no había cuentos de hadas. Solo estrategias, poder y supervivencia.
El destino de Velkaris no estaba en la fuerza de sus ejércitos, sino en la astucia de quienes lo gobernaban. He Yrenis, desde pequeña, estaba siendo moldeada para convertirse en su arma más letal.
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Reyno de Draymir, al Norte de Velkaris, Montañas de Eradhir,
Las montañas de Eradhir se alzaban como colosos de piedra y nieve, protegiendo el reino de invasores y del tiempo mismo. A diferencia de la riqueza dorada de Velkaris, Draymir era un Reyno esculpido en hierro y sangre. Sus ríos no traían comercio, sino hielo y fango, y sus tierras no producían seda ni especias, sino guerreros endurecidos por la supervivencia.
Kaelum, con apenas ocho años, se encontraba en el patio de entrenamiento del Bastión de Torvann, la fortaleza ancestral de su linaje. Su cabello oscuro estaba empapado de sudor, su respiración era agitada y sus manos, pequeñas pero firmes, aferraban una espada de madera. Frente a él, su instructor, un veterano llamado Soren de la Garra Quebrada, esperaba con una expresión severa.
—Otra vez —ordenó Soren, golpeando el suelo con su lanza.
Kaelum apretó los dientes y se lanzó hacia adelante, tratando de imitar los movimientos que había observado en los soldados de su padre. Giró la muñeca, buscando abrir una guardia en la defensa de su maestro, pero en un parpadeo, Soren lo esquivó y con un golpe seco lo derribó.
El niño cayó al suelo de piedra, su cuerpo vibrando con el impacto. No emitió quejidos. No había lugar para la debilidad en Draymir.
Desde las gradas de la arena, observando con la dureza de un monarca, estaba el Rey Vaelar. Su armadura, hecha de placas ennegrecidas por las guerras, lo hacía parecer una estatua viviente. Su mirada era la de un hombre que había nacido para la batalla y que despreciaba todo lo que no se forjara en el crisol del combate.
—Levántate —gruñó.
Kaelum se puso de pie, con un hilo de sangre en la comisura del labio. Sus ojos grises, idénticos a los de su padre, no mostraban miedo. Mostraban frustración. Hambre de mejorar.
—De nuevo —dijo el niño, colocando la espada en posición.
El Maestro de Armas asintió con aprobación y lo atacó sin aviso. Esta vez, Kaelum esquivó por instinto y trató de contragolpear. Falló, pero aprendió.
El entrenamiento duró horas. No se le permitieron descansos, ni agua, ni tregua. Cuando finalmente el sol comenzó a hundirse tras las montañas, Kaelum apenas podía sostenerse en pie. Fue entonces cuando su padre descendió a la arena.
Vaelar se plantó frente a su hijo, observándolo con una mezcla de orgullo y desdén.