EN LA ACTUALIDAD...
Era ya de noche en la humilde ciudad de Carantur, en el planeta Pyrmenion. Se veía perfectamente el cielo nocturno repleto de estrellas. Era como si la ciudad estuviese siendo observada por miles de millones de personas desde ahí arriba. Sobrecogedor si se paraba a pensarlo. El olor a leña, entremezclado con la humedad del ambiente, envolvía el aire. En aquella época del año la gente tenía que encender hogueras en las casas, dotadas todas ellas de chimeneas que, debido a los colores apagados de las fachadas, se fundían con el cielo nocturno. Sólo se distinguían las cortinas de humo que salían proyectadas hacia el firmamento. Las calles todavía tenían actividad a altas horas de la noche, pero nada que ver con el gentío que solía haber durante el no mucho más brillante cielo diurno. La mayoría de kamirs que había por las calles se encontraban ya volviendo a sus casas después de jugarse el dinero de sus jornadas laborales en las tabernas. La gente de Carantur era humilde. Solo había una casa noble en la ciudad y eran los regidores de la misma, la familia Etheon, de rango medio entre la nobleza. Se les había designado gobernar aquel lugar tras la caída de la familia Prim unas semanas atrás, echando a la anterior casa regidora, los Solomon. Los Etheon eran conocidos por ser una familia conservadora de las viejas costumbres. Ofrecían poco apoyo a su pueblo, pero por lo general, no eran de los que dejaban a su gente sin nada que llevarse a la boca. Los Solomon habían sido unos regidores benevolentes, afines a la casa Prim, con gran relación con el anterior rey, Böhren. Parecía que se cernía sobre todo el reino de Sulhätar una era en la que la humildad y la benevolencia para con sus ciudadanos llegaba a su fin. No era de extrañar, teniendo en cuenta quién regentaba el trono en la actualidad.
Una joven encapuchada estaba durmiendo en una esquina de una calle paralela a la principal de la ciudad. Su almohada era una bolsa, remendada por varias zonas, en la que llevaba sus pocas pertenencias. Su ropa estaba rasgada, era de color oscuro e iba envuelta en una capa larga con capucha, también de color oscuro. Su higiene brillaba por su ausencia. Una vagabunda, algo no muy extraño en aquella ciudad. Unos hombres que volvían de una de las tabernas tras haber perdido el sueldo de la semana, en completo estado de embriaguez, vieron a la joven durmiendo en la esquina y se fijaron en su desprotegida bolsa. Se entreveía algo brillante, metálico, lo cual podría tener su valor si se vendía a una forja que se dedicase a fundir metales para crear nuevos utensilios o armas, sobre todo porque los únicos objetos que tenían brillo en Pyrmenion se trataban de artefactums. Los cuatro hombres se acercaron a la joven y la rodearon para tratar de quitarle sus pertenencias, aprovechando que la joven debía encontrarse perdida entre sus sueños en esos momentos. Nada más lejos de la realidad. En cuanto uno de los hombres intentó echar mano de la bolsa, la joven se puso de pie de un salto, dejando sin visibilidad alguna a los tres hombres restantes con la cola de su capa, mientras propinaba un golpe seco con su puño derecho en la garganta del hombre que agarró su bolsa. Este, al recibir el impacto, sorprendido por lo que estaba aconteciendo y aturdido por el dolor y la falta de aire, soltó las pertenencias de la joven y cayó al suelo de bruces, perdiendo el conocimiento.
—¡No quiero más problemas! —dijo la joven, que seguía con la cara encubierta—. Volved a vuestras casas y dejadme dormir tranquila.
Los tres hombres se miraron unos a otros y no pudieron contener la risa. Una mujer, aparentemente endeble y desprotegida, estaba tratando de intimidarles para que no le robasen. Para ellos, el chiste se contaba solo, así que hicieron caso omiso a las palabras de la joven y, esta vez, se abalanzaron sobre ella. La joven volvió a hacer girar en el aire su larga capa mientras se desabrochaba el botón que la mantenía unida. Así, el hombre al que golpeó la capa no pudo aprehenderla a ella y se quedó peleando con el trozo de tela. Mientras, ella solo tenía tiempo de centrarse en su siguiente movimiento. Dos contra una. Uno por cada lado, mucho más corpulentos que ella, pero ella contaba con la ventaja de la lucidez y la rapidez. El que atacaba por el flanco derecho, soltó un puñetazo dirigido a la cara de la joven, la cual se agachó con agilidad casi felina, pivotó sobre su pie izquierdo para salir hacia su lado derecho por debajo del brazo del agresor, y propinó tres golpes rápidos con sus puños: el primero, recto y directo a la nariz, rompiéndola; el segundo por debajo de la barbilla, un gancho, desencajando la mandíbula; el tercero en el pecho, justo en su centro, con todo el impulso de sus piernas y el giro de su cadera, para darle mayor potencia, dejando al hombre prácticamente inconsciente. El hombre que la atacaba por el lado izquierdo, viendo lo rápido que la joven había dejado fuera de juego a dos de sus compañeros, dudó en su ataque, dándole tiempo a la joven de rodar por el suelo y atacarle con un gancho directo a la mandíbula, sin rodeos, soltando toda la energía de ese movimiento en su golpe, potenciado por el impulso de sus piernas. Se escuchó un grito ahogado y el hombre también cayó al suelo, con las manos en la boca, la cual no paraba de sangrar. Se giró hacia el agresor que quedaba en pie, con la mirada de un cazador que avista a una presa solitaria.
—Vale, vale, nos vamos... Nos vamos. —dijo el último hombre en pie, con su capa aun en las manos, mientras levantaba los brazos en claro signo de rendición y voz temblorosa.
—Recoge a los despojos de tus compañeros y largaos de aquí. Solo quiero descansar... —dijo la joven, cogiendo la capa con capucha de las manos del hombre. Este hizo caso. Despertó a los dos hombres que habían caído inconscientes y ayudó al tercer hombre, que tenía la mandíbula fracturada, a ponerse en pie y, con una mirada de disculpa y un poco de odio, se retiraron, perdiéndose en la noche. Si algo quedó claro, era que esa joven ni era endeble, ni se encontraba desprotegida. La muchacha, cuya cara se hallaba ahora descubierta por primera vez en meses, era muy bella: tenía la piel rosácea, como la mayoría de las mujeres kamir, más alta que la media, con el pelo muy largo, rubio, recogido en una larga trenza, con el lado izquierdo de su cabeza completamente rasurado. La joven volvió a ponerse la capucha antes de que nadie pudiese reconocerla, mirando con preocupación a todos los ventanales iluminados. El frío y la humedad empezaban a cernirse sobre la joven. Durante la emoción del combate casi no había notado el ambiente invernal de Carantur, pero ahora que su cuerpo volvía a salir del éxtasis y se relajaba poco a poco, los escalofríos eran cada vez más notorios.