Ereden vivía en una solitaria chabola a las afueras de Wensa. Una ciudad infame, plagada de delincuentes y malhechores. Este lugar, conocido por ser la cuna de los más temidos piratas y asesinos del planeta, emanaba un aura de peligro constante. El joven, de unos veintitrés años de edad, estaba entrenando con su espada larga en el patio trasero, realizando movimientos de mucha destreza y precisión. Ereden poseía una extraña manera de empuñar su arma, pues utilizaba una sola mano para una espada de estas características, para lo cual se requería de una enorme fuerza física. Con cada movimiento, su cabello, largo hasta casi los hombros y de un tono grisáceo, se agitaba detrás de su cabeza como la estela de un cometa, con el flequillo abierto en dos enmarcando su rostro. Estaba realizando los últimos ejercicios de su entrenamiento. Usaba la espada en los últimos ejercicios, después de entrenar su fuerza y su resistencia, para una mayor agilidad en combate. Vivía como cazarrecompensas, por eso entrenaba a diario. Si quería tener dinero para comer mañana, debía enfrentarse hoy a la muerte, cazando a todo tipo de delincuentes con recompensas sobre sus cabezas. Se encontraba en la ciudad idónea para ello. Se metió dentro de casa, dejando su espada clavada en el suelo sin ningún esfuerzo, hundida medio metro en el mismo. Ereden recogió de encima de su mesa una serie de carteles de "se busca" y se puso a ojearlos, buscando la recompensa más suculenta y que más peligro tuviese. Le encantaban los retos. El joven descendía de una familia de espadachines reconocida en su ciudad natal, Eo, muy lejos de donde él se encontraba ahora. De hecho, su espada era una herencia familiar. Había pasado de padres a hijos cuando los primeros habían dejado el arte de la espada a un lado.
Se paró en seco en uno de los carteles: Teletton, el león marino. Se trataba de un pirata muy reconocido por el que ofrecían una recompensa de cincuenta mil kruks, la moneda que se usaba en todas las ciudades del planeta. Le daría para vivir sin preocupaciones durante un largo tiempo y, lo interesante de aquella elección, era que otro de los carteles de se busca era de uno de sus secuaces, otro mester con una recompensa de quince mil kruks: Firon, la tortuga. Era como matar dos pájaros de un solo tiro.
Recogió su espada y la guardó cuidadosamente en su preciosa vaina negra con detalles en rojo oscuro. Se puso su chaqueta larga negra, sin cierres y con capucha, salió de su chabola, se montó en su caballo, blanco y grisáceo como su cabello, y puso rumbo a la ciudad. Tenía que empezar a rastrear a sus presas y la mejor forma de hacerlo era preguntando en una de las tabernas más concurridas del centro de Wensa, por donde pasaba todo tipo de gente pero, sobretodo, gente de los bajos fondos.
Durante el trayecto, el joven pasó entre las calles de la periferia de la ciudad. Suburbios donde la delincuencia campaba a sus anchas. El regidor de Wensa era conocido por ser corrupto y por su más absoluta negligencia para gobernar. No le importaba la gente, solo el dinero. De hecho, pocos eran los que le habían visto fuera de su mansión, en el extremo norte de la ciudad. Allí gozaba de la protección otorgada por el rey Notsmer y tenía todo lo que cualquier kamir podría desear dentro de su casa. «Que ese maldito autodenominado rey proteja a estas sabandijas de la nobleza...» Le hervía el corazón al pensar en el rey y sus lacayos. Desde que el auténtico rey, Böhren, y su familia murieron, el planeta estaba sumido en una tiranía absoluta, bajo el yugo de un demente que, según decían los rumores, dejaba que unas bestias, que nunca nadie había visto en todo el planeta, arrasaran poblados enteros. Pero debían ser habladurías. Las bestias que se describían no habían sido vistas nunca en Pyrmenion.
Por fin, llegó a la taberna. Constaba de dos pisos de altura, con una fachada color canela, como casi toda la ciudad, que vestía un color arcilloso oscuro en su práctica totalidad. Todos los edificios de la ciudad se fundían con el color ocre del cielo diurno de Pyrmenion. Sólo destacaba, en color gris mate, el palacio del Regidor, en el centro de la ciudad. En las calles de alrededor de la taberna el gentío era notorio. Había gente que se arremolinaba alrededor de dos contendientes de una reyerta que, al parecer, había sido propiciada por un ajuste de cuentas; otra grupo de personas, de unas diez, estaba en una plazoleta, apostando en peleas de murshoks, que eran reptiles pequeños de grandes dientes en proporción a su tamaño y que andaban a dos patas, con unas largas y afiladas garras para cazar a sus presas. El ambiente que se respiraba era el esperado, el de estar en una de las ciudades más pobres y con mayor tasa de delincuencia de todo el reino. En la puerta de la taberna se encontraban algunos malhechores del tres al cuarto a los que Ereden ya había combatido anteriormente, simplemente para enseñarles modales. Sabían que no debían entrometerse en su camino de ningún modo. Entre miradas de odio, Ereden entró en la taberna, la cual estaba llena de gente. Había varias peleas activas debido a la embriaguez de los clientes. Era un lugar de lo más variopinto. Si querías conocer gente de diferentes razas y estratos, una taberna de mala muerte era casi como viajar por todo Pyrmenion: mester, kamir y sundae, las tres razas conocidas del planeta aunadas en un mismo lugar, partiéndose la cara unos a otros la mayoría del tiempo.
Ereden se acercó a la barra para hablar con el tabernero: un hombre de color negro, con rostro recio, cabello azul rizado y más corpulento que una persona media. Sin duda, era sundae. A estos les distinguía su color de piel y el color extravagante de su pelo. Eran gente humilde que antaño habitaban la zona sur del reino de Sulhätar, la ciudad de Gorgos, y pasaron a ser discriminados y esclavizados por los kamir desde tiempos anteriores a la guerra de Unificación, unos doscientos años atrás. Desde la guerra, durante el reinado de la casa Prim, vivían como el resto de kamir, libres. Aunque era bien sabido que algunas casas nobles seguían teniendo esclavos sundae. A día de hoy, desde hace unas semanas que la casa real cayó, los que no son esclavizados tienen que vivir en aldeas pequeñas o, como en este caso, en Wensa.