Selina llevaba semanas caminando hacia su destino con espíritu implacable. El camino hacia Ventos era largo. Sobre todo cuando se realizaba el trayecto a pie desde la ciudad central, Kresnar. Estaba demostrando ser una joven muy tenaz. Seguía caminando con la firme decisión de contar su verdad a quien tuviese oídos para escucharla y creerla, y poder para ayudarla. La senda era totalmente de arena y piedra, allanada por el paso de carruajes y personas durante siglos. Era la principal vía comercial que conectaba Carantur con Ventos, la ciudad portuaria donde se exportaba el grano y las raíces recolectadas en Carantur. «Carantur...» No podía evitar pensar en qué les habría deparado a la gente de aquella ciudad tras su paso por ella. La gente que estaba buscando a la joven no tenían escrúpulos. Destrozaban aldeas, quemaban casas, torturaban gente para interrogarla y mataban si era necesario. Cumplían órdenes claras y, su única finalidad, era acabar la tarea que se les encomendó: apresarla y llevarla ante su amo. O, al menos, eso pensaba ella por su incansable esfuerzo por atraparla. «No solo no se contentan con tener el poder absoluto, si no que quieren erradicar mi linaje también». La joven se sentía impotente de no poder plantarles cara. Todavía no. Y el mundo sufría por ello. Cada segundo contaba.
Siguió caminando, inmersa en sus pensamientos, sin prestar atención a la maravillosa naturaleza que le rodeaba: árboles de unos quince metros de altura de color marrón, con hojas de color añil en sus copas, los cuales se denominaban krisanteris: se decía que sus hojas eran medicinales; y la estampa se completaba con unas altas montañas encrespadas que se fundían en un solo ser con el mar de Apogis al llegar a la costa. Era un escenario digno de recordar, pues Ventos era conocido por su enorme puerto, sí, pero también por su belleza y riqueza natural.
Tras más de siete horas caminando, sin comida y con el agua de su cantimplora agotándose, la joven encontró una posada en uno de los laterales del camino, rodeada por la vegetación. Sólo se podía ver su entrada gracias a dos enormes postes de madera con grandes telas en las cuales venía escrito que aquello se trataba de una posada. Selina entró sin pensárselo mucho. Necesitaba provisiones y descansar, aunque solo fuese una hora. No sabía cuánta ventaja le sacaba a sus perseguidores, pero desde luego, no mucha. La posada era un sitio sorprendentemente limpio, con unas paredes de color esmeralda, apagadas, con candiles en el techo para que el sitio estuviese iluminado. Lo primero que se veía al entrar era una zona con mesas y sillas para poder comer y una barra con una tabernera que, a su vez, era cocinera. Se encargaba de atender a los clientes hambrientos, así como de hacer de posadera y atender las peticiones de habitación.
Selina, a pesar de ver muchas de las mesas ocupadas, encontró una mesa en una esquina de la posada, apartada del resto, y se sentó en ella. Empleó su tiempo en observar a los clientes mientras mantenía su rostro bajo la sombra de su capucha. La camarera, que vio cómo la joven se sentaba, se acercó a tomarle nota: agua suficiente para rellenar su cantimplora y algunos tentempiés de pan de Carantur y carne de jabalí. Con eso tendría suficiente para llegar a Ventos sin pasar hambre. Aún tenía algunos kruks en su mochila, unos dos mil, los cuales tenía que utilizar para lo indispensable si quería llegar bien a su destino. La cuenta fue de unos cien kruks, por lo que le quedaban unos mil novecientos en su bolsa. Trató de relajarse un rato, intentando no pensar en nada, pero los recuerdos angustiosos la atormentaban: perder a tu familia la misma noche, ante tus ojos y de la peor forma posible. Saber que el destino de la gente de Pyrmenion estaba sentenciado sin que sus habitantes lo supieran. Pero se intentó centrar en la música que había de fondo en aquel lugar. El músico era un sundae de unos treinta y pocos años con el cabello afro, encrespado como remolinos marinos, de color violeta. Se trataba de un hombre robusto, pero esbelto. Vestía ropas oscuras: una chaqueta de poncho negra, hasta las rodillas, junto con unos pantalones, también oscuros, con muchos bolsillos. Estaba tocando un piano de maderasacro, un árbol muy resistente que se encontraba en los bosques interiores, cercanos a la ciudad de Kresnar. Había algo raro en aquella música. Cada vez que aquel hombre la miraba, su cuerpo se relajaba, parecía pesar menos, y esa sensación le gustaba y dejó que le embriagase. Se dio un par de golpes en la cara para mantenerse alerta. Nunca le había pasado algo así y no era el momento de relajarse. Seguía en peligro..
De pronto, las puertas de la posada se abrieron abruptamente, dejando entrar la neblina nocturna dentro de la misma, como si de serpientes albinas reptando se tratasen. Dos hombres y una mujer, vestidos con armaduras negras entraron sin prisa, ojeando el interior del lugar, buscando algo o a alguien. Portaban consigo alabardas de color grafito. Selina no vio ningún tipo de brillo salir de aquellas armas. «Mierda... estoy en problemas. Necesito salir de aquí, inmediatamente». La joven sabía que estaba acorralada y quería, cuanto antes, subir a una de las habitaciones e intentar escapar de aquel lugar. Se levantó despacio, para no levantar sospechas, y se dirigió a las escaleras laterales, las cuales se ubicaban justo al lado del pequeño escenario donde tocaba el sundae. Antes de llegar a la mitad de distancia que separaba su mesa del escenario, los dos hombres y la mujer se colocaron rodeandola sin dejarle acceder a las escaleras.
—Me temo, mi señora, que no podrá irse sin antes mostrarnos su rostro. —dijo uno de los hombres mientras interponía su alabarda, apuntando hacia el techo, delante del pecho de Selina para obstaculizarle el paso.
—No veo necesario hacer tal cosa. Soy una ciudadana más, de los muchos que jurasteis proteger, y no he hecho nada para tener que pasar un reconocimiento. —sabía de lo que hablaba, se notaba en su firmeza, a pesar de que la tensión le estaba matando por dentro.