Sangre de luna

Lagunas

Suya la sangre es,

mía debe de ser,

por sus venas corre sin descanso.

Nuestra sangre se unirá.

Su sangre correrá…

Luna de sangre, luna de mi pertenencia.

 

Mis pies se hundieron en el fango, con gran desesperación intenté sacarlos mientras miraba hacia atrás, suplicando que dejase de seguirme. Me arrastré lo que pude cuando logré salir de aquella trampa y me volví a poner en pie para seguir corriendo. Me costaba respirar, notaba el frío ambiente entrar en mis pulmones y salir por mi boca. Fue entonces cuando me tuve que detener antes de llegar a un acantilado, allí había una mujer de espaldas, observaba la gran luna roja del cielo en silencio. Me giré escuchando los ruidos del bosque, ver las ramas moverse y sabiendo que iban a alcanzarme. Intenté chillar a la mujer, quería que se marchase de allí, pero solo alababa a la luna y cantaba una canción en susurros. Elevó una mano, allí observé una pequeña daga que brillaba bajo la luz rojiza. Hizo un movimiento rápido, y entonces noté mis manos húmedas. Agaché la mirada y encontré la sangre que salía cerca de mi corazón, aquella daga estaba en mí y mi cuerpo se volvió inestable, tanto, que caí por el borde del acantilado…

Desperté de un sobresalto, con el corazón acelerado y llevándome las manos al pecho. Había sido desagradable, una sensación extraña que me impedía tranquilizarme de primeras. Por ello me levanté de la cama con rapidez, solo quería lavarme el rostro y suplicar que pasase rápido. No era la primera vez que me pasaba, creo que me había acostumbrado a tener pesadillas, porque era lo único que tenía al dormir. No sabía lo que eran los sueños normales. Nada de lo que mi abuela me había dado funcionaba para aliviarme, y lo había intentado bastante, desde que era bien pequeña.

Mientras elegía la ropa de ese día percibí ese extraño olor, era la mezcla de hierbas de mi abuela, un tipo de incienso que pasaba por toda la casa a medianoche. Se quedaba hasta las tantas e intentaba no hacer mucho ruido por las mañanas para no despertarla. Por suerte para mí, no se dio cuenta que entré en su sala, lo limpié todo, hasta la sangre que había chorreado por la entrada. Cerré la puerta y fingí que no había entrado allí. Lo que no pude quitar fue el rastro que había dejado en el exterior, sé que se dio cuenta, pero no lo mencionó. Era algo que no iba a volver a suceder, y no porque pudiera ser peligroso, más bien porque no era mi deber. Aunque, sí, aún no podía sacarme de la cabeza a aquella criatura. Porque lo era, no era un humano como tal. Aún notaba en mis manos su piel gruesa y el sonido de la aguja atravesándola.

Recogí mi cabello blanquecino, en una trenza antes de bajar a la cocina, allí ya tenía preparada la cuchara medicinal. Era como un jarabe que mi abuela me preparaba, como si fuera una jalea, pero con un sabor bastante desagradable y pegajoso. Lo tomaba de una cucharada, sin respirar, después cerraba los ojos y tragaba intentando no saborearlo. Tenía el olor de la savia de los árboles, y su sabor era a óxido. Después tiraba la cuchara a la pila y me dirigía directamente a la puerta, por poco me tropiezo con una cesta llena de frutas que había allí, siempre era lo mismo, nadie llamaba, solo la dejaban ahí para que alguna de las dos la cogiéramos. Siempre miraba alrededor, supongo que en busca de alguien o algo. La metí en la cocina y agarré una manzana roja, la única que había entre todas las verdes. Le di un bocado y me pareció muy dulce, como si fuera un caramelo. Cogí las llaves de la entrada, cerré la puerta y me dirigí hacia el coche. Mi abuela no dudó en regalármelo cuando cumplí la mayoría de edad y me saqué el carnet, para ir a donde quisiera era un lujo, a veces incluso soñaba con ir más allá del pueblo, alejarme para siempre y no volver. Era una media promesa que tenía conmigo misma, algo que a mi abuela no le parecía nada ridículo. Hasta me anima a hacerlo cuando pudiera.

Le di otro bocado antes de ponerme en marcha, aquella mañana tenía una extraña sensación, como si alguien me estuviera observando. Por ello observé el bosque. Era difícil ver algo, me monté en el coche y no aparté la vista de aquellos árboles, mordí otra vez y esta vez noté un sabor extraño en mi boca, un sabor intenso y vomitivo. Al separar la manzana de mis labios me encontré que desprendía un líquido rojo y por aquel sabor supe que era sangre. Abrí la puerta y lo escupí, intenté lavarme la lengua con los dedos, pero no se iba. Parecía que el sabor se incrementaba cuanto más quería que se desapareciera, hasta que después de raspar una y otra vez mi lengua hasta el punto de dañarme, desapareció. Observé la manzana… Ya no estaba, ahora volvía a estar limpia. Por eso, con algo de rabia, la lancé hacia el bosque.

—Tomar vuestra puñetera manzana… —Me senté de golpe y en el retrovisor vi un cuervo que me hizo chillar—. ¡Joder!

Sus ojos negros me observaban, y creo que había sido el culpable desde el principio.

Cerré de un portazo creyendo que así lo espantaría, pero no fue así. Decidí marcharme para así no llegar tarde, y salí de allí mirando por el retrovisor de vez en cuando, observando el bosque, sabiendo que las cosas no aparecían solas y que mi abuela sabía más de lo que quería contarme. Porque no, jamás me quería contar nada. Guardaba los secretos con su vida.

Al llegar a la universidad intenté no pensar en lo sucedido, aunque la culpabilidad y el miedo de ser descubierta por mi abuela era grande. No sé qué podía llegar a decirme, o que no. Nunca me prohibió expresamente que no curase a nadie, solo, que no abriese la puerta. Pero si ya estaba abierta, ¿qué esperaba que hiciera?




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