La mañana era tranquila… demasiado tranquila para un lugar donde se entrena para matar kaijus.
Kaksuki estaba solo, sentado en una banca del campo de entrenamiento. Observaba su muñeca derecha, donde el tatuaje brillaba como si tuviera vida propia. Lo había intentado ocultar bajo una venda, pero la energía se filtraba… como si no quisiera quedarse escondida.
—¿Qué es eso?
La voz lo sacó de sus pensamientos.
Era Aiko.
Estaba de pie a su lado, con la mirada fija en su brazo. Llevaba el uniforme de combate, pero no tenía su lanza. Solo una expresión de duda… y algo más.
—No es nada —intentó responder Kaksuki, bajando la manga.
—No me mientas.
—…Es un arma —admitió finalmente—. Me la dio un kaiju. El kaiju fundador.
Aiko dio un paso atrás, sorprendida.
—¿Un kaiju te… dio un arma?
Kaksuki asintió y levantó la manga. El tatuaje rojo brilló como fuego líquido.
—Es una guadaña de triple filo. Con cadena infinita. Nadie más puede tocarla… o morirá.
Aiko lo miró en silencio por varios segundos.
Luego, sin decir nada, lo abrazó.
Kaksuki se quedó congelado.
—¿Q-Qué haces?
—No sé —susurró ella—. Solo… lo sentí.
—Pero…
—No digas nada. Ya bastante tienes cargando eso solo.
Kaksuki sintió el calor de su cuerpo. Por primera vez en mucho tiempo… no se sintió como un monstruo.
Un minuto después, Aiko se separó como si no hubiera pasado nada.
—Por cierto… hoy hay entrenamiento de combate. Pero no es uno cualquiera.
—¿No?
—Mi padre… el general Shiranami… quiere hablar contigo.
—¿Conmigo? ¿Por qué?
—No lo sé. Pero cuando mi padre quiere hablar con alguien… nunca es algo pequeño.
Kaksuki apretó el puño. El tatuaje en su muñeca volvió a arder, como si sintiera lo que se acercaba.
—Entonces será mejor que esté listo —murmuró.
Aiko lo miró una última vez, más seria que antes.
—Estés listo o no… yo estaré ahí.