Sangre Mestiza ii: verdades ocultas || L2

Prólogo

Un leve pero fastidioso zumbido le acribillaba los oídos, le era insoportable. Se había despertado hace tan solo unos minutos, entre temblores y sudores fríos, todo su cuerpo cubierto por una capa brillante como si lo hubiesen recubierto de agua mientras dormía.

Odiaba eso.

Se levantó a la fuerza, sentía los músculos agarrotados como si hubiese dado la vida en alguna batalla, pero no había ocurrido nada fuera de lo normal, no de forma consciente. Cada vez que se le daba por aparecerse era un calvario, el regresar de ese «sueño» era cada vez más agotador, doloroso y difícil. A duras penas podía ser él, dormir al otro sujeto y estar tan atento como se lo permitiese su poca energía mientras seguía consciente. Pero cuando no podía, cuando era el otro quien iba en su lugar, las cosas tomaban rumbos oscuros y preocupantes.

No podía permitirlo, no del todo.

Su vista se nubló, un intenso mareo lo arroyó haciéndolo tambalear y luchar por no vaciar su estómago allí mismo. Se contuvo, como pudo se sostuvo de la mesa de noche junto a su cama, respiró profundo y se enderezó. Todo su porte, su imponencia y firmeza se estaban escabullendo de su cuerpo, drenándose poco a poco mientras trataba de hacer… ¿qué?

Abrió los ojos, un claro y cálido azul celeste se reflejaba en el sucio espejo, por ahora.

No puedes solo silenciarme, hago parte de ti te guste o no.

—¡Maldita sea! —murmuró con un grave gruñido.

Cada día se sentía más exasperado, creía que, en cualquier momento si no cambiaba algo en el curso de esa historia, podía tirar la toalla y dejarse llevar por la oscuridad; pero no cualquiera, su propia oscuridad, esa que lo atormentaba día y noche sin descanso alguno, latente y fuerte dentro de su cabeza, misteriosa e intrigante pese a ser parte de él mismo. Es profunda y perversa parte de él que tanto odiaba.

Verde-azul.

—¡No más! —suspiró con cansancio.

No lo entendía, había cosas que no tenían sentido alguno; cada vez que pensaba haber encontrado la respuesta, algo más aparecía y tiraba su seguridad por la borda. Era como un torbellino sin sentido de información, emociones y sensaciones electrizantes, su propia y extraña magia recorriendo su cuerpo como un intruso en casa.

No hay un «tuyo» en esa oración, es nuestro.

Dio un suave golpe en la mesita, ambas manos empuñadas y su mirada fija en el espejo tocador. Allí estaba él; su cabello negro azabache despeinado y un poco largo, pronto lo mandarían a cortarlo; su piel trigueña cada vez más pálida, las horas de sueño perdida le estaban cobrando factura y muy cara; bajo sus ojos, ojeras profundas y oscuras demarcaban su cansancio; y en el reflejo, una sonrisa torcida le devolvía la mirada con un brillo verde-azul, malicioso y perturbador.

¿Me extrañaste?

—¡Déjame en paz! —susurró, verlo solo le recordaba su maldición, el peso de su existencia.

Si me hicieras caso no estuvieses en esa deplorable y patética condición, ¿cuál es el verdadero sentido de todo eso?

—No te incumbe… —contestó entre dientes apretados.

Sabes que sí, de todos modos y sin importar que le quieras sacar a esa niña, todo será en vano. Ya está predicho y no puedes cambiar su destino.

—Cállate… —murmuró, su paciencia se hacía cada vez más escasa— no sigas.

Si me dejaras a mi todo esto sería más rápido, ella podría ser tuya en menos de lo que crees y no tendrías que hacer todo ese rollo que llevas…

—¡Ya basta, maldita sea! —gritó, propinando un fuerte golpe al espejo.

Hilillos de sangre empezaron a salir de las grietas, grandes trozos del vidrio cayeron al suelo haciéndose añicos y su imagen se veía fragmentada en decenas de trozos desiguales. En varios de ellos aún se veía una sonrisa torcida de ojos verde-azules, pero sabía que no era real, solo una mala jugada de su mente y de él.

¿A quién quieres engañar? No me puedes evitar.

—¡Aléjate de Naomi, te lo advierto!

¿O qué? ¿qué se supone que harás?

—¿Qué pasó? —indagó Altea entrando con brusquedad en la habitación—. Pero qué desastre.

Aquella chica siempre se caracterizó por esa molesta cualidad, interrumpir en lugares donde no la había llamado. Claro está, para mucho era más que bienvenida, pero no para él ni mucho menos en su estado actual. Altea, como siempre cuando de él se trataba, no perdía tiempo en enaltecer sus atributos físicos producto del constante ejercicio. Después de todo, seguían siendo parte de un ejército y él se jactaba ser el líder.

—Si no te gusta puedes marcharte, no te invité a entrar —se apresuró a decir, observando la herida abierta en el dorso de su mano.

Aquella sonrisa y brillo malicioso ya no estaba en su reflejo, allí pudo ver una vez más ese cálido azul celeste que le daba tantos problemas y que se llenaba cada vez más de miedo. Debía aceptarlo, por más que odiara darle la razón, «el otro» no mentía cuando decía que era el causante de su estado. Deplorable y patético.

No solo se veía en su físico, el estado de su habitación también reflejaba su gran descuido. Pocas luces, ventanas cerradas, ambiente sombrío y frío; como dijo Altea, todo un desastre de suciedad y desorden. Los colores grises y apagados de cada habitación no eran la excusa, su reticencia por mover su cuerpo más allá de lo estrictamente necesario sí lo era.




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