Daríce está parada en el balcón mirando al horizonte y viendo las pequeñas figuras que se extienden sobre el desierto mientras se acercan más y más. Su corazón acelerado no logra calmarse por los nervios, la emoción y la felicidad recordando la última carta que recibió de Faráz y observando a sus hijos. Dos niños y una hermosa niña. Han sido su bálsamo en la soledad que ha pasado durante tanto tiempo. Las palabras de su última carta retumban en su cabeza, “pronto estaremos juntos para amarnos cada noche y recuperar el tiempo perdido” le escribió.
Y ahí está la reina, tomando la mano del pequeño Amir de cuatro años, mientras la princesa Alena y el príncipe Elízeo están tomados de la mano de su hermano mayor. La reina Daríce empezó a caminar para dirigirse a la entrada principal donde recibirán al rey cuando llegue. Suenan las trompetas, suenan los tambores. La victoria ha sido de ellos y Grecia ha caído. El trofeo de la reina es la cabeza de Navid.
La reina con la mirada al frente lo ve entrar majestuoso montado en su caballo color blanco. Después que se baja el rey Faráz alguien más amarra el hermoso corcel, mientras él camina seguido de Ciro, Selim, Sihan, Hiram, Malek. Más atrás viene un grupo reducido de guerreros que son los que pueden entrar.
Faráz llega al lado de Daríce, le toma la mano y la besa. El corazón de ella va a estallar de felicidad porque volver a verlo después de todo ese tiempo es lo mejor que puede pasar en su vida. Perderlo no está dentro de sus pensamientos, no después de todo lo que han vivido. Ella contiene el impulso de abrazarlo fuerte y besarlo con todas las ganas como si la vida se le fuera en ello y sin importar que la gente la vea. Sin embargo seguirá el protocolo. Daríce le dio un suave beso en la mejilla.
— No es el tipo de bienvenida que hubiera querido darte—, le susurró muy bajo para que nadie oyera.
Faráz sonrió de esa forma que le encanta.
— Lo sé—respondió él sin dejar de sonreír y luego agregó—. Prepárate que a partir de hoy no saldrás de tus aposentos durante varios días—, le dijo al oído tan despacio y arrastrando cada palabra.
La reina sintió que el color se le ha subido a las mejillas. Siente como la cara le arde y está segura que todos la miran, o mejor dicho los miran, porque cada ojo dentro y fuera está puesto en lo que hacen, dicen, visten incluso hasta en la forma de caminar.
Después el rey Faráz contempla a sus hijos y luego se agacha para darles un beso en la mejilla a cada uno mientras los pequeños lo miran sin quitar la vista de él.
— Es su padre el rey Faráz—, les dice con orgullo la reina Daríce.
Desde que nacieron han escuchado la palabra rey y padre. En su corta vida les han enseñado a decirla esperando el momento en que la usen cuando Faráz esté frente a ellos.
— Mi papá es rey—, dice Amir que ha mostrado ser muy hablador desde que dijo su primera palabra—. ¡Ha llegado de la guerra! —, exclamó admirado con su vocecita, viendo lo que todos ven: el rey que se levanta imponente ante su pueblo. Faráz lo carga.
— Un día también llegarás por esa puerta y le traerás muchas victorias al imperio—, le comentó Faráz con evidente orgullo.
— Siiii Majestad—, dijo sonriendo Amir.
Cuando se es rey la palabra Majestad no puede ir separada de padre o madre. Luego el rey cargó a Alec quien lo miró con curiosidad y tocó su rostro.
— Es tu padre, el rey Faráz—le dijo la reina y el niño solo lo mira y sonríe.
Faráz pone a ambos en el suelo y carga ha Alena que parece esperar impaciente.
— ¿Y está hermosa princesa quién es? —, preguntó Faráz sin dejar de mirarla.
— Ena—, responde a medias palabras porque todavía no puede pronunciar su nombre.
— Tiene tus ojos—, dice embelesado. La pequeña sonríe y pasa su manita sobre la mejilla de él.
Y es ahí donde un padre y una madre se rinden ante los hijos. Es un hilo invisible que los une desde el momento en que nacen. Cuando las prioridades cambian y ellos empiezan a ser la parte más importante en la vida.
Daríce con apenas veintisiete años y tres hijos es reina de ese enorme y vasto imperio. Y a su lado tiene un esposo al que ama, y lo que es mejor aún, la ama con la misma intensidad.
Las horas después de la llegada de los guerreros pasan, el día transcurre entre anécdotas de guerra, el orgullo de ser los ganadores pero también la tristeza por los que han caído.
La noche llega. El aroma del incienso inunda el olfato. Faráz está bañándose y los aposentos han quedado listos. Daríce está nerviosa. Su cuerpo ha cambiado. Ahora tiene unas tenues marcas en el vientre porque del último embarazo ha hecho una enorme panza que ni todos los ungüentos que le pusieron la libraron de ese mal. Apenas y son visibles. También toca sus pechos por encima de la bata. Admite que tampoco se sienten igual. Camina y se para frente al enorme espejo y se quita la bata. Tiene más cadera y las nalgas se le ven más grandes. En resumen, tan mal no está. Ha cambiado sí. Ahora tiene tres hijos. Después entra al enorme baño donde pusieron velas con aromas. Observa a Faráz dentro de la bañera con la cabeza recargada sobre el duro mármol y los ojos cerrados. Ambos brazos están extendidos de lado a lado. Se ha quitado la barba, o más bien le ha pedido al barbero que lo haga.
Los espartanos tienen mucha influencia de las costumbres griegas, y a diferencia del persa no se encariñan ni con el bigote ni con la barba. A Daríce le gusta más como se ve ahora porque a decir verdad tampoco parece que sea de mucho bello.
Ella se da cuenta que está dormido así que caminó y rodeo la tina sentándose en el bordo a la altura de la cabeza. Quiere acariciar su rostro, pero está tan tranquilo que teme despertarlo. Se queda sentada un ratito y se paró con la intención de dejarlo descansar porque parece estar en un estado de paz. Se da la vuelta para salir.
— No estoy dormido—, le dice sin abrir los ojos—. Solo disfruto el silencio y huelo el exquisito aroma. Intento dejar atrás los gritos y el olor a sangre. Ven métete conmigo—, le pidió con los ojos cerrados todavía. Ella suspira y deja caer la bata al tiempo que tomó la mano que le extiende. Ha abierto los ojos y la mira con deseo. Cuatro años han pasado y cada noche ha deseado su compañía, sus besos y sus caricias. —Te he extrañado tanto—, le dice Faráz mientras la jala hacia él—. Te amo—, le susurra al oído.
— Yo te amo también—, le dice Daríce al oído embriagada por el deseo y la anticipación por lo que va a pasar después de ese prolongado beso lleno de desesperación y urgencia.
Los reyes se quedan en la bañera por otro rato. En una mesa les han puesto fruta y vino. Faráz toma un racimo de uvas y antes de ponerla en su boca exprime una pequeña uva sobre los labios de Daríce y con la punta de la lengua lo saborea y enseguida la besa nuevamente. Después él sirve dos copas de vino y le da una. Más besos, otra copa, una uva, así por otro rato.
Daríce está mareada y más alegre de lo normal. De la bañera pasó a la cama y no sabe muy bien como llegó ahí, pero siente la suavidad de las sábanas de seda egipcia debajo su cuerpo hechas un revoltijo.
Con el pasar de los días todo va volviendo a la normalidad. Son los victoriosos y se respira en el ambiente.
— Todo está listo—, le dice Faráz ajustándose las botas y saliendo antes que ella.
Ella se queda acomodándose el adorno que cuelga en su frente. Es un diamante en forma de lágrima sujeta de una tiara con pequeños rubíes. Y luego la gargantilla en su cuello, el brazalete en el brazo en forma de espiral con muchos diamantes más que tiene al final una pequeña cabeza de víbora que por ojos luce dos rubíes. En la otra mano luce una pulsera unida con cadenas de oro hacia los anillos en sus dedos.
Daríce mira a sus hijos varones, el mayor heredero al trono por derecho y luego observa al más pequeño recordando la cantidad de hermanos que han peleado por el trono a lo largo de la historia. A su corta edad y a lo largo de su vida mucha gente va a querer enemistarlos, crear una rivalidad entre ellos con la que no nacieron, hasta que el tiempo les vaya quitando la inocencia gracias a la malicia de la gente. Como madre no quiere ver que eso pase y como reina tampoco.
La reina salió de la habitación y se dirigió a la gran sala porque el concejo se ha reunido. La caída de Grecia significa mucho.
— ¡Su atención, la reina Darice!
Todos se inclinan ante ella y siente el miedo de lo grandioso que es saborear el poder.
Faráz está sentado en el trono y ella sigue caminando para sentarse a su lado.
— Majestad—, aquí tiene lo que pidió—dijo el concejero de nombre Saba señalando en la pared el lino en el que fue pintado la división que harán de Grecia.
La mitad será para Esparta y la otra para Persia. Faráz ya lo ha analizado y está de acuerdo. El concejo persa después de algunas diferencias de opinión aceptó la división. Ahora se lo presentaran al rey Corisio para darle el primer regalo del reinado de Daríce y Faráz.
— Aquí está la lista del tesoro griego. Las arcas del imperio persa están nuevamente llenas y aquí está la parte que le corresponde a Esparta—, dijo el tesorero entregando los documentos a Príamo.
— Majestad, si me permite hablar…—, dijo Greco.
— Adelante—, respondió Faráz sin apartar la mirada de él. Es un concejero que les ha causado una serie de malestares entre los demás miembros y algo le dice que hoy no será diferente—. Te escucho.
— Es sobre la repartición del tesoro—, comentó desviando la mirada.
— ¿Cuál es el problema con eso? —, cuestionó Daríce.
— Aportamos el doble de guerreros que Esparta. Muchos de nuestros hombres que luchan por el imperio no están de acuerdo en recibir una paga igual—, dijo sin tener el valor de mirar a ninguno a la cara.
Los reyes se le quedaron mirando. Primero había sido su inconformidad por la división del territorio, y ahora por el tesoro repartido.
Faráz se paró y caminó hasta Greco viéndose muy molesto.
— Cada hombre que luchó en esta guerra recibió una paga igual sin importar el ejército al que pertenece porque la causa fue la misma. Se luchó por Persia y por Esparta. Cada hombre que dio su vida vale lo mismo que uno persa o un espartano, un celta o un macedonio. ¿Acaso crees lo contrario? —, finalizó el rey elevando tan alto la voz que todos lo miran con atención.
— Perdone Majestad—, se disculpó Greco, pero Faráz siguió hablando.
— Antes de ir a la campaña de guerra y cuando se solicitó apoyo a Esparta, te recuerdo que aquí mismo se reunió al concejo de ambos imperios para deliberar sobre las recompensas obtenidas por la caída de Grecia. Aquí mismo se decidió que la repartición sería por igual. Todos lo aceptaron incluido tú. ¿Ahora me dices que no estás de acuerdo? —, gritó Faráz y Greco mantuvo la cabeza baja—. ¡Te llevaste a tu casa dos mil monedas de oro por esta guerra cuando ni siquiera manchaste tu espada de sangre! ¿Eso también te parece injusto?
— Lo siento Majestad—, volvió a disculparse Greco mientras todos lo miran con desaprobación.
— ¿Alguna cosa más que quieran discutir? —, preguntó Faráz dirigiéndose a los demás.
Hubo un silencio, y Faráz pidió que prosiguieran.
— Majestad aquí está la lista de los hombres caídos—, dijo el censal entregando una lista extensa de papel que contiene el nombre de los miles de hombres que dieron la vida por el imperio y por los reyes.
— ¿Han enviado la paga a sus familiares más el adicional por la pérdida? —, preguntó Daríce al censal.
— Si Majestad—, respondió inclinando la cabeza.
Faráz regresó a la silla y se sentó nuevamente poniendo la mano sobre la mano de la reina. Y después de tratar otros asuntos todos se retiraron incluido Faráz.
Daríce se quedó sola con su fiel amigo y concejero.
— Príamo…—, le habló pensativa.
— Diga Majestad.
— ¿Has tenido noticias del general Hassin? —, preguntó con tristeza recordando la razón por la cual Hassin no regresó a celebrar la victoria.
Después de mucho tiempo de desesperanza hubo una pista. Al parecer Leila fue hecha prisionera por Navid. La tuvo en un castillo que posteriormente fue tomado por un grupo de guerreros griegos que se revelaron ante él. Después de eso Leila fue vendida como esclava en el mercado de un pueblo griego. Hasta ahí lo último que se supo, pero de eso hará algunos meses cuando el fin de Grecia estaba cerca.
— Están buscando en cada rincón. Al parecer no han tenido suerte—, respondió el viejo Príamo.
— ¿Crees que si sea ella? —, cuestionó pidiendo con todo su corazón que así sea.
— Esperemos que si Majestad.
Ella había perdido la esperanza de volver a ver a la su hermana Leila pero después de lo que informaron la esperanza regresó.
— ¿Por qué razón Navid la secuestraría? —, preguntó porque no encuentra una explicación lógica.
— Lo he pensado varias veces sin encontrar una respuesta. La princesa Sadira dijo que el plan era matarla—. Comentó el viejo.
Daríce recuerda que en los interrogatorios Sadira dijo matarlos, refiriéndose a Leila y Hassin. La reina cree que sabía lo que pasaba entre ellos también.
Al final quedó claro que Navid hizo las cosas que quiso y solo usó a la princesa Sadira para que asesinara a los reyes y tener el camino libre.
Daríce se pregunta si el viejo Príamo sabe de los sentimientos de Hassin por Leila y su amor clandestino. Nunca le ha preguntado.
— Si alguien va a encontrarla es Hassin. Me lo prometió y estoy segura que lo conseguirá.
— Estoy seguro que así será—, dijo Príamo pensativo.
Y es ahí, cuando Daríce tiene la impresión que hablan de lo mismo. Es como una especie de complicidad sin palabras. Tocaron la puerta.
— Adelante—, pidió girando el anillo que trae puesto en el dedo.
— Majestad el rey está listo para partir. El carruaje la espera—, dijo el servidor privado de Faráz.
— Voy en un momento. Puedes retirarte—, dijo y después de una reverencia se dio la vuelta para irse. Volvió a dirigirse a Príamo—. Necesito vigiles los movimientos de Greco porque estoy segura que causará disturbios entre los guerreros. Lo último que quiero es una rebelión con mi gente. Si notas cosas sospechosas ya sabes que hacer—, le pidió refiriéndose a su ejecución.
— Como ordene Majestad—, respondió él.
— No me gusta la actitud de Greco—, comentó mirando hacia la puerta y observando las figuras grabadas en la madera.
— ¿Me permite que le diga unas palabras? —, preguntó parado a su lado.
— Por supuesto—, respondió un tanto divertida porque Príamo no suele andarse con rodeos al hablar, ni pedirle permiso para hacerlo.
— Greco debe saber dónde está él y dónde se sientan los reyes. Nunca permita que un súbdito quiera estar por arriba de usted. Ahora es reina, ya no representa a una familia sino a todo un imperio. Usted no es igual a nadie, porque las personas esperan que sea diferente, separada del resto, usted no es ciudadana, es un símbolo de estado y siempre debe alzarse por arriba de los demás. Nosotros sus súbditos le debemos obediencia.
— ¿Me dirás también cuando me equivoque? —, preguntó sabiendo la respuesta.
— Si su Majestad lo permite—, dijo humildemente.
— Serviste a mi abuelo, a mi padre. Ahora me queda muy claro porqué ellos siempre te tuvieron a su lado—, dijo sinceramente.
— Solo soy un fiel servidor a la corona y leal a la dinastía de Ali Azeri—, comentó.
— Ojalá más personas fueran como tú Príamo, y no solo me refiero al servicio que me brindas, sino tu amistad y tus sabios concejos—, dijo mirándolo con ternura y a la vez melancolía al ver sus blancas canas y las arrugas de su piel que reflejan su edad avanzada.
— Me honran sus palabras Majestad—, dijo inclinándose levemente.
— Ya me voy a poner sentimental—, comentó y él sonrío.
Realmente le tiene cariño al viejo canoso.
— ¡La victoria ha sido nuestra! —, dijo Darice elevando la voz frente a miles de guerreros persa reunidos en la frontera con Esparta—. El suelo se ha bañado de sangre y agradezcan a los dioses por poner el viento a nuestro favor, por hacer que los barcos llegaran a su destino. Por darle fuerza y valentía a nuestros hombres. ¡Somos Persia, somos Esparta! y hoy elevamos nuestra voz al cielo porque Grecia ha caído y su rey tirano Navid ha muerto. Pidamos el descanso eterno para quienes murieron con honor y por nosotros—, dijo finalmente mientras Faráz la observa hablar.
Todos la escuchan, admiran y la respetan. Sin embargo la reina Daríce antes de emprender el viaje tenía miedo que el ejército persa dejara de verla como digna al trono por quedarse sentada por tres largos años en la silla de oro, a la espera de noticias sobre la guerra. Y su otro temor fue que los guerreros persas rechazaran a Faráz pues él lideraría el ejército, pero al luchar espada con espada junto a ellos, los que tenían duda le agarraron respeto y admiración.
Ambos, la reina Daríce y el rey Faráz se han ganado a la gente.
En ella no solo ven la reina que ascendió por derecho, sino a la princesa que luchó contra el príncipe Mural y ganó para sentarse con la frente en alto en el trono. Y en él, al guerrero que blandiendo la espada y guiando al ejército más grande y poderoso supo derrocar al imperio griego.
—¡Vivan los reyes! —gritan los cientos de aldeanos frente a ellos.
— ¡Larga vida a la reina Darice!
— ¡Larga vida al rey Faráz!
— ¡Vivan los príncipes!
Se oyen los gritos constantes al tiempo que los reyes toman sus mano para que dar un paso al frente, sincronizados por un mismo pensamiento, y en un movimiento levantan las manos con los dedos entrelazados. Son uno. Él luchará por ella hasta morir, y sabe que ella lo hará por él.
F I N
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Editado: 15.02.2025