Exterior de la Mansión Rouge. 9:10 de la noche.
Los ecos del combate entre Astrid y Ezren retumbaban incluso a las puertas de la mansión, donde las ventanas vibraban levemente con cada colisión.
Entre los arbustos del jardín, oculto en las sombras, un par de ojos estrechos y brillantes observaban cada movimiento con devoción.
Silvren, un joven alto y delgado de cabello largo como la noche, contuvo el aliento cuando vio surgir la columna de hielo de Astrid.
—¿Hielo? —murmuró, sorprendido. Pero su expresión pronto se suavizó en una mirada de pura admiración.
Porque Astrid, en ese instante, era sublime.
Mientras caía lentamente al suelo, con esa sonrisa salvaje y desafiante que la caracterizaba, el pelo negro revuelto por el viento y los ojos brillando de emoción...
—Ella luce tan hermosa... —susurró Silvren, aferrándose a los arbustos como si fueran el borde de un precipicio.
Su corazón latía tan fuerte que temía que los combatientes pudieran oírlo.
—Oye, Silvren... —una voz dulce como miel envenenada susurró justo detrás de su oreja.
Antes de que pudiera reaccionar, un golpe contundente le cayó en la cabeza.
—¡¿Qué mierda haces acosando a esa mocosa?! —Norma gruñó, apretando los dientes para no delatar su posición.
Silvren ahogó un quejido, llevándose las manos a la boca con desesperación.
—¡La señorita Astrid me va a descubrir! ¡¿Qué te sucede?! —protestó en voz alta, para inmediatamente palidecer y taparse la boca con fuerza.
Norma lo miró con una mezcla de asco y resignación.
—Eres un jodido acosador —suspiró, masajeándose el puño como si lo hubiera manchado con algo repugnante—. Me prometiste que entrenaríamos. Así que cumple tu palabra, soquete.
Silvren hizo un gesto de fastidio, sin apartar los ojos de Astrid, quien aún jadeaba en el suelo después de su derrota.
—¡Tch! ¡Los planes cambiaron! No pienso perderme ni un segundo de ver a la señorita Astrid en su forma más salvaje —declaró, cruzando los brazos con terquedad infantil.
Norma echó chispas por los ojos.
—¡Es que los hombres son de lo peor! —bufó, sacando de su chaqueta azul una cuerda que relució bajo la luz de la luna.
—Eres el único de los críos que también dará el examen de calibración de rangos. No tengo de otra... Así que será a las buenas o a las malas.
En un movimiento experto, le ató las muñecas y comenzó a arrastrarlo como un fardo.
—¡Agh! ¡Suéltame, ruin mujer! —Silvren pataleó, pero inmediatamente bajó la voz a un susurro histérico
Piso más alto de la Mansión Rouge — Dormitorio principal
Hadrian Rouge permanecía de pie junto a la ventana, su silueta recortada contra el resplandor de la luna. Con expresión impasible, observaba el combate de sus hijos mientras sorbía lentamente un vino tinto, cuyo color recordaba demasiado a la sangre.
—Parece que Astrid no seguirá ninguna norma... ni siquiera las de su propio clan —murmuró, clavando la mirada en la columna de hielo que aún brillaba en el jardín.
Detrás de él, Isolde se deslizó como una sombra elegante, su camisón de seda negra pegándose a sus curvas y acentuando cada movimiento.
—El destino suele ser caprichoso, ¿no crees? —susurró con una risa baja, mientras sus dedos recorrieron la espalda de Hadrian con la delicadeza de una araña tejiendo su red.
Se inclinó hacia adelante, apoyando los labios en su cuello en un beso que era mitad caricia, mitad advertencia.
—Pero ella debe aprender el lugar de una mujer en esta sociedad... —sus palabras resbalaron como veneno dulce mientras su mano se deslizaba hacia el pecho de Hadrian, clavando las uñas levemente a través de la fina tela de su camisa.
Su aliento caliente quemó su oído cuando añadió:
—Una mujer que busca libertad solo conoce la tragedia como destino.
Hadrian dejó su copa sobre el alféizar con un clic preciso, sin apartar esos ojos negros como abismos de Isolde. Sus manos se cerraron alrededor de su cintura, atrayéndola con una fuerza que no admitía resistencia.
—¿Eres capaz de apaciguar los sentimientos de libertad de una fiera en cautiverio? —preguntó, con ese tono que usaba para examinar a sus hijos. Una trampa verbal envuelta en seda.
Isolde no se inmutó. Sus labios se curvaron en una sonrisa de depredadora.
—¿Acaso olvidas con quién te casaste? —respondió, deslizando las manos por su pecho antes de cerrar la distancia en un beso que sabía a desafío y vino tinto.
La luna los bañó a través de la ventana, iluminando cómo sus sombras se fundían en una sola.
Cuando se separaron, Isolde jugueteó con el cuello de su camisa.
—Aunque... Podríamos intentar traer al mundo otra niña. ¿Un rayo puede caer dos veces en el mismo sitio? —susurró, mordiendo suavemente su labio inferior.
Pero Hadrian no sonrió.
Su mirada se perdió más allá del bosque, donde la oscuridad parecía espesarse. Los dedos que apretaban la cintura de Isolde se tensaron.
—Tengo un horrible mal presagio... —confesó en voz baja, como si las sombras mismas pudieran escucharlo.
País de la Tierra, pueblo fronterizo con el País del Fuego. 11:10 de la noche.
El hombre colgaba grotescamente de la mano de madera que brotaba del suelo, sus pies pataleando en el aire como un insecto atrapado. El pánico le hacía babear mientras balbuceaba:
—¡Te juro que no sé nada! Solo me reclutó un amigo... ¡decía que era una misión fácil con buena paga!
Charles lo observaba con esos ojos negros que parecían perforar el alma, buscando el más mínimo rastro de mentira. Pero esta vez... el hombre decía la verdad.
¿Había capturado al eslabón más débil? ¿O todo esto era solo una prueba?
—¿Recuerdas el nombre o rostro de alguien superior? —preguntó, con la calma de quien ha hecho esto cientos de veces.
El prisionero desvió la mirada, un tic que delataba su mentira antes de siquiera abrir la boca.
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Editado: 15.04.2025