Exterior del Palacio Real - Explanada Real
12:30 de la tarde
El viento caprichoso jugueteaba con los pliegues del vestido de Aveline, acariciando la seda negra como un músico tocando un piano a media noche. Cada paso de sus tacones blancos dejaba una huella perfecta en la tierra, como si el mismo suelo se inclinara ante su elegancia.
Su silueta era un contraste deliberado:
-Cabello blanco corto - nieve recién caída - ondeando bajo el chaleco negro
-Flequillo recto, cortina de misterio sobre su frente
-Parche de cuero blanco brillando como luna en miniatura, ocultando historias que nadie se atrevía a preguntar
Al acercarse al carruaje real, el aroma a jazmín que la envolvía se mezcló con el cuero y el metal de la corte.
—Majestad... —su voz fue un susurro de cristal, clara y precisa. Inclinó la cabeza, el gesto perfectamente medido entre respeto y curiosidad, al notar los ojos de Apolo clavados en el diario. —La Canciller ha expresado su inasistencia a acompañarlo en la cumbre real —Una pausa. —Supongo que ya se enteró... —añadió, el suspiro escapando como un verso de resignación.
Apolo alzó la vista, la corona de rubíes atrapando la luz del mediodía en destellos sanguíneos. Su tatuaje estelar —aquella estrella azul en su sien izquierda— pareció brillar por un instante.
—Es su hermano... no hay forma de que cambie de opinión a este punto —respondió, la risa cálida contrastando con la frialdad de sus palabras.
Sus manos, adornadas con anillos que contaban historias de batallas, apartaron el periódico con desinterés estudiado.
—Partamos. De todas formas, "él" está cerca...
Su mirada se perdió hacia el norte, donde las montañas mordían el horizonte como dientes de piedra.
Aveline siguió su línea de visión, los dedos jugueteando inconscientemente con el borde de su parche.
—A pesar de lo que vivieron... sigues pudiendo sentir su komi a estas distancias, ¿eh? —preguntó, la sonrisa aflorando genuina como un manantial en el desierto.
Apolo se reclinó en los cojines de terciopelo, la capa blanca y negra cayendo en pliegues de lujo y poder.
—¿Y cómo no hacerlo? —ironizó, los labios curvados en una mueca que no alcanzaba los ojos. —Ambos somos unos monstruos...
La risa resonó hueca en el interior del carruaje.
Mentira, pensó Aveline. Era el único que podía sentir a Charles a kilómetros de distancia... y esa expresión lo delataba.
El látigo del cochero sonó, y las ruedas comenzaron a girar hacia el destino, dejando atrás un reino al borde del caos.
Exterior de la Mansión Rouge - Patio
1:00 de la tarde
El sol cenital caía a plomo sobre el patio de entrenamiento, convirtiendo cada gota de sudor en un espejo diminuto que ardía al caer sobre la tierra reseca. Ezren blandió su espada por última vez, el acero pesado girando en un arco perfecto que cortó el aire con un silbido agónico. Sus músculos, tensados hasta el límite durante horas, finalmente cedieron.
La caída fue lenta y gloriosa.
Sus rodillas golpearon el suelo polvoriento, levantando una nube dorada que se mezcló con su jadeo. El sol —despiadado en su brillo— quemaba su espalda desnuda, dibujando mapas de sal sobre piel enrojecida.
Entonces, un rugido gutural escapó de su estómago, tan potente que hizo vibrar sus costillas.
—Basta —murmuró a la tierra, los dedos enterrándose en el polvo como raíces buscando agua.
Con movimientos perezosos, como si cada articulación protestara, alcanzó la camisa sin mangas que yacía abandonada cerca. La tela blanca —ahora manchada de tierra y sudor— se pegó a su torso con la familiaridad de una segunda piel. No importaba su estado; era la armadura de un guerrero en descanso.
Interior de la Mansión Rouge - Cocina
El aroma embriagador de hierbas frescas y carnes asadas se enredó en los pasillos como un seductor invisible, guiando a Ezren a través de su fatiga. Cada paso resonaba con el eco metálico de cuchillos afilándose y el ballet caótico de platos chocando en manos ágiles.
En el corazón de la cocina, donde el vapor danzaba en espirales doradas bajo los rayos del sol filtrándose por las ventanas altas, Fausto reinaba con mirada de halcón. Sus manos callosas —mapas de décadas entre fogones— señalaban con precisión quirúrgica cada imperfección.
—¡Tch! ¡Ese filete no está bien cocido! —rugió, el bigote gris temblando como antena enfurecida, mientras clavaba un dedo en la carne que sangraba jugos rosados.
Hobrin, el joven prodigio de manos llenas de tatuajes culinarios, se plantó frente a él con la arrogancia de quien sabe su valía.
—¿Qué? ¿Acaso estás quedándote ciego, viejo bastardo? —retó, acercando su rostro hasta que sus narices casi se tocaban, el calor de los fogones reflejado en sus pupilas dilatadas.
Fausto no retrocedió. Su delantal manchado de especias era una bandera de guerra.
—A los jóvenes se les debe exigir el doble, mocoso... —replicó, la voz ronca como hierro al rojo sumergido en agua.
El conflicto se cortó en seco.
¡CRACK!
El sonido de una cuchara de madera golpeando dos cabezas —como trueno en día soleado— silenció la cocina. Marta emergió entre ellos, su moño perfecto desafiando las leyes de la gravedad y el caos, los ojos brillando con furia maternal.
—¡Basta! —ordenó, la voz tan afilada que partió la tensión como cuchillo en mantequilla caliente. Miró a ambos hombres frotándose las cabezas en el suelo. —El filete de Hobrin es perfecto. ¡Dejen de desperdiciar tiempo!
Sus manos se clavaron en las caderas con la autoridad de quien ha criado generaciones enteras en esas cocinas. El silencio que siguió fue tan absoluto que hasta los fogones parecieron apagarse por respeto.
Mientras la cocina hervía en su caos habitual, en las profundidades del ala este de la mansión, un duelo muy distinto se desarrollaba entre sombras. Los cristales —afilados como lágrimas solidificadas— estallaban contra las paredes de roble en una sinfonía de destrucción.
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Editado: 27.04.2025