INTRODUCCIÓN
La mancuerna de dieciocho kilogramos y la novela de casi cuatrocientas páginas resbalaron de las manos del ex inspector de policía Pablo y cayeron al suelo. Y esto sucedió en cuanto sus ojos se encontraron con los dos cadáveres que permanecían en el vestíbulo del pequeño gimnasio.
Debo suponer que el párrafo anterior contiene dos detallitos que pueden escapar bastante a la comprensión del lector. Primero: la razón que había movido a las circunstancias de la vida a apostar dos fiambres en aquella instalación. Y segundo: ¿Qué demonios hacía Pablo con una mancuerna tan pesada en una mano y con una obra literaria en la otra? Es decir, suponen dos elementos bastante contrapuestos entre sí, por las opuestas habilidades humanas que permiten desarrollar cada uno, ¿cierto? ¿Qué estaría haciendo Pablo con anterioridad? ¿Gozar de la lectura de aquella novela mientras fortalecía su bíceps mediante el levantamiento constante de la mancuerna? Podría ser posible. Pero ¿y si un servidor añadiera que tanto la pesa como el libro estaban manchados de sangre?
Que nadie se preocupe, porque esta situación será totalmente contextualizada en los próximos capítulos. Sin embargo, ya puedo anticipar que la mención a estos dos objetos no ha sido gratuita. Después de todo, el fitness y la literatura, aun con sus caracteres incompatibles, serán dos disciplinas con cierta relevancia en esta historia.
Pero volvamos a nuestro exinspector Pablo, ahora entrenador de este polideportivo. El buen hombre gozaba de un admirable metro ochenta y tres de estatura, un color de piel muy bronceado y una vigorosa y fibrosa musculatura, aun habiendo vivido más de cuarenta años. Su cabeza era ovalada y contaba con unos cabellos morenos completamente rasurados al uno, unos labios carnosos, una palpable visibilidad de los huesos ubicados en sus pómulos y unos prominentes ojos marrones. Estos mismos ojos, ante el truculento hallazgo de los dos cuerpos, fueron los artífices de que su portador creyese por un momento que su corazón había detenido el desarrollo de su empleo. Obligado a mantenerse de pie y colocando sus brazos sobre el pequeño mostrador de recepción, intentó que su antigua faceta de inspector de policía imperara sobre su faceta actual de monitor de gimnasio. De este modo, procedió a un escrutinio visual de aquella escena del crimen.
En primer lugar, la recepcionista Raquel. Esta se encontraba en el interior del espacio cuadrangular formado por tres bloques adheridos entre ellos que conformaban el mostrador de recepción. Acomodada sobre su sillón reglamentario, permanecía inclinada hacia adelante y con parte del tronco superior colocado encima del mostrador. Su brazo derecho había sido alzado hacia adelante, como si la víctima hubiese pretendido sujetar a algún gilipollas no abonado que hubiera querido colarse en el recinto. Pero, lógicamente, en aquel momento se mantenía inerte y apuntando hacia el suelo.
La cabeza de la mujer también estaba posada sobre el mostrador bocabajo, de forma que no podían apreciarse los rasgos faciales de su rostro. Los cabellos habían adoptado un color rojizo. Y resultaba insólito que se hubiera puesto un tinte de aquel color, y más sin salir del recinto ni acudir a una peluquería o a su propio domicilio. Por lo tanto, la causa de la muerte debía inscribirse en algún punto de aquel cráneo embadurnado con su propia sangre. Un cráneo que había sido divinizado por parte del asesino, a juzgar por un hecho muy concreto: se le había colocado encima una corona. «Sí —supuso Pablo—, seguramente será de juguete». Sin embargo, no dejaba de tratarse de una corona de rey emplazada sobre la cabeza de un putrefacto fiambre.
Por otra parte, estaba un conocido abonado del gimnasio, quien se hallaba a poco más de un metro enfrente de la recepción, pero tendido bocarriba sobre el pavimento. Sus pies apuntaban hacia el mostrador, y su cabeza, hacia la pared opuesta. Por lo tanto, en el momento de fallecer, y a no ser que hubieran trasladado el cuerpo, debió mantener la mirada impresa en la recepcionista. La causa de su muerte sí resultaba mucho más evidente: el mango de un imponente cuchillo carnicero sobresalía de su estómago, de modo que toda la extensión de su alargada, ancha y afilada hoja había sido hundida en el interior del órgano interno, formando un prominente charco de sangre en torno a su ancha figura.
Confirmada la causa de la muerte en el segundo cadáver, Pablo se dispuso a entrar en el vestuario masculino y apoderarse de un trozo de papel higiénico con el que poder manipular el primer cuerpo sin contaminarlo y así poder verificar qué había matado a la recepcionista. Pero uno de los gritos más estridentes que llegaría a padecer su propio tímpano lo obligó a detenerse en seco.
El alarido de terror lo había proferido otra abonada de aquel gimnasio. Esta, desoyendo la anterior orden emitida por Pablo de que nadie subiera hasta el vestíbulo y se quedara en el subsótano con los demás, había subido todas las escaleras y también había visto los dos cadáveres. Por consiguiente, ella sí que se desplomó de rodillas contra el suelo y se cubrió la boca con las dos manos.
—¡Cago en to, Marta! ¡Menudo susto me has pegado! ¿Tú qué quieres, que se me salga el corazón por la boca y tengáis que cargar con tres fiambres y no con dos? —le recriminó Pablo mientras se frotaba con fuerza los oídos, afectados por el alto nivel de decibelios recibidos—. ¿No os he dicho que os quedarais abajo, cojones? ¿Para qué narices has subido?
—¡Joder, Pablo! ¡Habíamos escuchado el ruido de un golpe de la hostia que venía de arriba! ¡Pensábamos que habían vuelto a atacarte o algo! ¿Qué…? ¿Qué ha pasado aquí, Pablo? —inquirió, sin dar crédito a lo que veían sus ojos y temblando de arriba abajo—. ¡¡¿¿Pero qué narices ha pasado, por el amor de Dios??!!
De nuevo, Pablo experimentó un daño considerable en sus oídos ante el súbito aumento de decibelios generados en aquella última pregunta. Reprimiendo el impulso de amordazar a aquella escandalosa, le señaló en primer lugar la mancuerna y la novela que habían caído al suelo como consecuencia de su conmoción psicológica causada por el hallazgo de los cadáveres; tremendo golpe al caer ambos objetos que justificaba el sonido brusco que habían escuchado todos desde el subsótano. Después, ayudó a la afectada Marta a levantarse y de nuevo se dispuso a entrar en el vestuario, aunque en esta ocasión también para que la mujer se lavara la cara e intentara serenarse un poco. No obstante, y una vez más, la llegada de un nuevo abonado, provisto de unas pequeñas gafas, la hizo recular.