Reunidos los tres fornidos asesinos a sueldo en el coche que habían estacionado en la acera de la avenida más próxima al polideportivo, se vieron obligados a esperar un buen rato a que llegase la ambulancia. Se corrió el riesgo de que el accidente no hubiera provocado un daño muy grave y que, con una simple colocación de hielo sobre la zona afectada del cuerpo y con unos minutos en reposo, Uriel al final volviera a casa por su propio pie. Pero las cámaras no los habían engañado. Pablo disponía de algunos conocimientos sobre lesiones, y a juzgar por lo que declaró y por el estado de la rodilla de Uriel, era evidente que necesitaba un tratamiento más serio.
Así fue. Al cabo de ese tiempo mencionado, una ambulancia de transporte simple hizo acto de presencia sin tener activada la señal acústica y se desplazó con rapidez hasta la misma entrada del complejo. Aunque en aquel momento los tres sabían que tanto el entrenador Pablo como la recepcionista estarían distraídos en su interior y no iban a salir, tenían que actuar con rapidez.
Los tres asesinos llevaban un mismo modelo de capucha con formato pasamontañas personalizada y provista de cremallera frontal. Dos de ellos se cubrieron el rostro con aquellas capuchas-pasamontañas y se subieron la cremallera frontal hasta la zona superior del cráneo. De este modo, solo podían apreciarse cuatro pequeños orificios que rodeaban sus ojos y los agujeros de sus narices. Acto seguido, ambos criminales salieron del coche y se situaron junto a la puerta del conductor de la ambulancia. La abrieron y hallaron a un hombre y una mujer con sus respectivos uniformes de técnicos en emergencias sanitarias, ambos acomodados en los asientos. De forma sincronizada, los dos matones extrajeron con disimulo sus respectivas pistolas con silenciador y encañonaron a los sanitarios, manteniendo únicamente el antebrazo alzado para formar un ángulo de noventa grados.
—Si alguno de los dos suelta un grito, le pegamos un tiro —pronunció el primer matón de forma muy sencilla pero contundente. Ambos asintieron—. Bien, pues estaos calladitos y abrid la portezuela lateral del vehículo, por favor. Y meteos dentro de la cabina. Así de simple.
No comprendieron qué demonios podrían pretender aquellos lunáticos de unos simples sanitarios como ellos. Y menos aún desde cuándo la chusma de aquel barrio había sustituido las navajas por aquellas armas tan propias de los sicarios profesionales. Aun así, la pareja acató las indicaciones y abrió la portezuela lateral del vehículo, situada enfrente del acceso al recinto, con dificultades debido al miedo.
Una vez colocados en el interior de la cabina, los dos matones también se introdujeron dentro, cerraron la portezuela para no ser avistados por ningún testigo, apuntaron hacia sus cabezas y efectuaron dos únicos disparos. Los dos proyectiles perforaron los cráneos de los sanitarios desde el dorso de sus cabezas, por lo que se desplomaron dentro de la cabina sin haber obtenido respuestas.
—Una pena que ninguno de los dos pudiera presumir de la misma musculatura que nosotros —lamentó el primer matón mientras se quitaba la chaqueta, ejerciendo fuerza para marcar un bíceps prominente—. Corremos el riesgo de que a esos imbéciles les parezca muy sospechoso que dos simples sanitarios estén tan musculados.
—¡Venga, hombre, no te flipes tanto! —le espetó el segundo sicario, despojándose también de la suya—. ¿Crees que ese entrenador de mercadillo va a ser tan avispado? ¿Crees que lo primero en lo que va a fijarse, con el problemón que tiene encima, va a ser en la musculatura de nuestros cuerpos? Vamos, sería absurdo.
Lo primero en lo que se fijó el entrenador Pablo, una vez que los dos matones accedieron al vestíbulo del gimnasio disfrazados de sanitarios, fue en la musculatura de sus cuerpos. Sus pensamientos no prescindieron de la precaria situación en la que se encontraba Uriel, por supuesto. Pero el caso era que, de forma complementaria, no pudieron evitar apreciar aquella característica.
—Nos pasamos la mayor parte del día yendo en ambulancia de un lado a otro, transportando camillas en las que se tumba gente que a veces pesa más de lo que le convendría —mintió el segundo matón mientras, gracias a Raquel y su pulsación de un botón del mostrador, ambos atravesaban el torniquete de seguridad—. Si no fuéramos al gimnasio para ejercitar los brazos y la espalda que tan hechos polvo nos deja el oficio, ya me dirá usted…
Pablo admitió que no carecían de cierta razón. Raquel, por su parte, se había quedado en el puesto de recepción porque así se lo habían permitido y sugerido los hombres para que pudiera proseguir como veladora de la seguridad del complejo.
Cuando los tres hombres llegaron a la pista, los otros deportistas también se vieron ligeramente desconcertados por la apariencia física de aquellos sujetos, a juzgar por sus miradas de asombro. «Pues menuda mierda de gimnasio —pensó el segundo sicario mientras saludaba con educación a los presentes—. ¿Estos están apuntados en uno y no han visto a un tío cachas en su vida o qué? No, si ya veo que esta peña no debe tener ni puta idea de utilizar una mancuerna», añadió a su pensamiento después de verificar que ninguno de ellos gozaba de una complexión fibrosa.
El primer asesino, del mismo modo que Pablo hacía unos minutos, se colocó de rodillas junto al malherido Uriel, quien seguía gimiendo de insoportable dolor. También sujetó la pierna para moverla de un lado a otro, incrementando la agonía del lesionado y obligándolo a gritar con más fuerza.
—Sí, todo apunta a que ha sufrido un esguince en la rodilla —diagnosticó el individuo. Bueno, en realidad no tenía ni puñetera idea de si el daño se había producido en el hueso, en el músculo o en el ligamento, ni siquiera si se trataba de un esguince o de otro tipo de lesión. Pero ¿acaso aquella calaña dispondría de más conocimientos que él?—. Escúcheme, Uriel: para empezar, intentaremos aliviarle el dolor hasta que podamos tratarle como es debido en el hospital.