Asir la espada, ceñir la armadura y presentarse como un varón valiente ante la muerte nunca se trató de una tarea fácil. Aun así, a sabiendas de que sus vidas terminarían de una manera violenta, muchos se presentaron en las filas del ejército y pelearon.
Cuando se les mandó a combatir un ejército invasor, pelearon. Cuando se les ordenó combatir a los muertos que volvían de las tumbas, pelearon. Cuando las mitologías se levantaron de los anales arcanos y les declararon la guerra, ellos lucharon incesantes por el bien de sus familias y sus propias vidas.
Pero ninguno de esos valientes prevaleció, el fulgor vital los abandonó a cada uno de ellos. Se les había prometido que, de morir defendiendo lo correcto, su lugar en el paraíso estaba asegurado.
Esa tierra prometida, desprovista de toda mancha de maldad, muchas culturas antes que las actuales ya hablaban de ella, y las religiones contemporáneas habían dejado vivas aquellas promesas que alguien en el inicio las dijo a manera de seguranza porvenir.
Sin embargo, de aquel intachable ejército extinto, solo queda un elemento, un solitario guerrero cuya batalla ha debido terminar hace mucho, mas la terquedad lo ha mantenido con vida, y no ha podido verificar por cuenta propia si aquello del paraíso era verdad o solo cuentos que trascendieron en el tiempo.
El mundo sumido en la locura demoniaca, bajo la sombra de las estelas del pecado, izadas en los cielos en señal de que el gran aquelarre está próximo, no ha visto término ya que el guerrero siempre lo ha impedido de alguna u otra manera. En solitario o como elemento de algún ejercito que lo reclute, siempre se encuentra ahí donde las huestes del mal han de llevar sus fechorías.
Él ha sido capaz de derrocar a señores del sheol, dragones de infección, basiliscos milenarios, y como no, brujos de la archicofradía y comandantes heréticos. No se mencionen vasallos y bestias menores. Muchas son las anécdotas de avistamientos de este hombre sirviéndose la sangre de las más aberrantes monstruosidades, vistiéndose con sus pieles, enarbolando las cabezas de los enemigos en las propias armas o garras con las que estos aterraron en sus malignos ducados.
Alguien de su dimensión impone el silencio ahí a donde va, los juglares hacen canciones en su honor, crea testigos de sus proezas cada que algo grave ocurre en los reinos humanos, y los que lo han seguido y han vuelto con vida juran que no ha de ser humano si no un dios hecho carne; una tontería. Más humano que ese hombre no hay.
Siempre está solo, puesto que procura el peligro para enfrentarlo, y hace que los que tratan ser sus compañeros huyan o mueran. Hay alguno que logra llevarle el ritmo un tiempo, pero nadie ha aguantado a su lado más de unos meses.
Llegado al punto de una leyenda andante, si alguien en problemas lo veía venir, sabía que era salvo; la gente le alimenta y abastece doquiera él vaya; los niños piden su mano para estrecharla al verle; las mujeres le sobran, aunque permanece en el más férreo celibato.
Una noche estrellada, tal vez después de haber salvado a una aldea o a un pueblo, no lo recuerda ni le interesa, de sucumbir ante la inopinada llegada de un dragón común, una bestia torpe y en los huesos de una mole de apenas una decena de metros, se halló descansando ante la hoguera que había preparado, y fue entonces que una mujer apareció delante de él. La dama había perdido la luz, pero caminaba por los escabrosos senderos de montaña con la rectitud y seguridad de quien aún conserva la visión.
—Dichosa soy de encontrarme con usted. Había escuchado historias, numerosas, épicas al oído. No podría yo buscarle por mi cuenta dada mi condición, pero ahora gracias al infortunio de mi tierra he podido encontrarlo. Sé que debo ayudarlo, algo siempre me lo aseveró en el interior, y así planeo hacerlo ahora que por gracia le tengo cerca. Por favor, cansado guerrero, permítame consolarle. Usted ha sufrido mucho, necesita algo más que solo la sangre de los dragones para descansar. Su edad era tierna cuando entrenaba, y de su primera batalla se cuenta que usted aún era de carnes jóvenes. No puedo ayudar con la espada, nunca pude levantar un pesado escudo, mas mis brazos y oídos estarán siempre prestos para usted.
Poca atención le había puesto el renombrado hombre. Se trata de una mujer enjuta y menuda, risueña, de piel tersa y delicada, mejillas sonrosadas, de túnica oscura y venda en los ojos. Él, por el contrario, alto y de buen músculo, destellante espada doble filo, ropas hechas jirones y apenas reconocibles, y de poca habla. ¿Cómo esa débil mujer podría serle de utilidad? No veía en ella cosa alguna que necesitase, por lo que planeó que tan pronto terminase su descanso se iría y la dejaría allí, a fin de cuentas no parecía que se fuera a perder en los territorios donde había crecido, y las amenazas del cerro también las había eliminado por compromiso.
Una vez que el fuego se extinguió, y el sol apenas muestra una esquirla de su plenitud por el horizonte, aquel hombre se preparó a marchar. La mujer le siguió de cerca. Parece que ella estaba dispuesta a morir, si no, ¿por qué alguien se atrevería a estar a su lado? ¿Por qué molestarse en decirle algo? Permitió que fuera con él, en silencio.
Adonde fuese que fuere, ella estaba ahí, convertida en la sombra de la leyenda. Las personas ahora veían que una mujer ciega se encargaba de llevarle las comidas, de hablar por el héroe traduciendo sus silencios, y siendo intercesora entre los que pedían ayuda y aquel guerrero de quereres latebrosos. No tardaron en darse cuenta que esto era mejor compañía para él que ejércitos lentos, cobardes aventureros, y otros combatientes que no llegaban a su nivel. No tardaron en también alimentar y abastecer a aquella mujer, alabándola por su entrega y resiliencia.
El tema de aceptar a alguien así, para el guerrero fue incómodo al principio, pero luego de que las comidas le fuesen más agradables con compañía, luego de que la caza supiera mejor bien salada y condimentada, y las ropas estuviesen limpias de vez en cuando, fue que se dio cuenta que no podría continuar su viaje sin aquella mujer.
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Editado: 25.11.2024