Cuando el mundo aún era un lugar relativamente tranquilo, con la armonía que solo los humanos pueden darle al planeta, con sus vicisitudes entre la guerra y la paz, había una niña de apenas unos doce años como cualquier otra, menuda, pálida y hecha sonrisas. Sus días transcurrían con una normalidad impoluta, nada extraordinario pasaba, y si hay que mencionar algo, había un poco de acción en su rutina cuando el carnicero se peleaba con algún cliente —cosa frecuente debido a que era un viejo cascarrabias—, cuando el clero ponía en efecto sus procesiones y pasaban por su aldea enseñando las estatuas de la Sacra Familia —de la cual la que más le gustaba era la de La Abuela por que le parecía tenía la mirada tierna— vestidos con sus capirotes, o cada que hacía alguna travesura con los chicos de su barrio.
Alguna vez los hombres pensaron que sería buena idea que, una vez alcanzada cierta edad, los niños debían dejar a sus padres para unirse a un pariente cercano con el que comenzar a aprender algún arte. Desde la herrería y agricultura hasta la caballería para los chicos; y desde la costura y la artesanía hasta algún tipo de comercio para las chicas. No se trataba de una sentencia absoluta para ninguno de los dos sexos, pero era lo más común. Cumplidos los siete, los niños eran encargados; cumplidos los doce, las niñas eran encargadas. Y claro, con lo normativa que era su vida, para la chica que nos compete esto no fue la excepción.
Por suerte para ella, su madre logró convencer a una joyera que la tomara bajo su tutela, así se convirtiera en algo más que solo una campesina y ayudase a su familia en un futuro. Ser comerciante era una de las pocas maneras que tenían las personas para ascender en la escala social, creando comercio con personas importantes y por ende lazos importantes. Lo cual es crucial.
Como aprendiz de joyera aprendió algunas cosas, como el arte de regatear, saber qué piensa el cliente incluso cuando no dicen una palabra, hablar con fluidez y convencerlos de comprar cosas que realmente no quieren ni necesitan. Se dio cuenta que gran parte del trabajo de un mercader en general es un poco mezquino, consistiendo en, con engaños y rodeos, convencer a la gente de que necesitan algo que realmente —y en muchas ocasiones— nadie necesita o que no tiene ningún valor más allá de ser brillante o bonito.
Cuando su cuerpo estaba a mitad de desarrollo y los dolores del estirón le comenzaban a perturbar de cuando en cuando, estando en medio de un trabajo de mercadería en un pueblo cercano al mar, tratando de que una vieja rica le comprase una piedra semipreciosa proveniente de los arrecifes más antiguos que la protegería de las maldiciones —obvia mentira—, escuchó que las personas comenzaban a alborotarse. Su maestra le exigió que guardara todo antes de que lo que fuere que fuese se acercarse a ellas y les tumbase el negocio, o peor, la turba les robase todo.
Mientras estaban en ello, una figura oscura se posó en un tejado cercano. A día de hoy ella no se encuentra segura de qué fue aquello que vio en el techo, pues la penumbra ya había caído, y más temprano en aquel tiempo en que las noches frías llegan antes, pero de cualquier manera no importa. Lo que ocurrió a continuación fue una explosión, originada en la boca de aquella criatura. Una columna de lenguas de fuego envolvió el puesto en el que estaba. Olvidó cualquier joya o bien que quisiera proteger y procuró escapar de ahí. La vida es la más preciosa de los bienes, pues una es, y única para cada quien, perderla por salvar lo material es cuanto mínimo un sinsentido. Las llamas no la dejaban ver, el humo se le metía en los ojos, las cosas chisporroteaban a su alrededor. ¿Qué tan difícil era simplemente salir de la tienda? Pues para ella no había salida, no la encontraba, no la veía, tenía el fuego muy cerca de la cara. De la nada, algo estalló dentro de la tienda, a día de hoy cree que se trató de un frasco con químico que tenían en una alacena.
Ella salió de las llamas poco después al forzar su salida a través de vigas de madera que ardían aún, quemándose por todo el cuerpo, pero enseguida sintió que algo no estaba bien más allá de sus quemaduras, sobre todo por una extraña sensación en su rostro que luego le serpenteaba hasta el cuello. Su maestra, ya a salvo, al verla salir de las llamas le recogió del suelo y echó a correr con ella en brazos. No fue un trayecto largo, pero fue suficiente para que la pequeña escuchase el caos a su alrededor. Cuando paró, ella entendió que estaba en la zaga de un carro, lo cual supo por el relincho del caballo y tambaleo de las ruedas al chocar con las rocas. Mientras el vehículo cogía velocidad, anunció a su maestra:
—¡No puedo abrir los ojos! Creo que me fundí los parpados.
Su maestra no supo decirle que ya tenía los ojos abiertos, que los tenía enrojecidos, pastosos, llorosos, y con puntos rojos que le habían destrozado las corneas.
Poco después se le fue dicha su condición. Lloró mucho ese día. Cuando el barbero retiraba las corneas achicharradas de sus ojos con pinza y aguja, le dijo que la envidiaba, puesto lo último que vio fue una sombra extraña que le escupió fuego, y no los horrores demoníacos como el resto de personas que sobrevivieron aquel ataque.
Su maestra le explicó que tendría que desprenderse de ella, ya que por lo que se podía ver y lo que los rumores contaban, el mundo había entrado en la época más temida desde los tiempos antiguos, el apocalipsis, y no podría cuidar de ella. ¿No sería mejor, además, morir junto a su familia? Es lo que la misma maestra hará. Porque ese era el pensamiento general, que el fin de todos había llegado indiscutiblemente.
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Editado: 25.11.2024