Sangre y Lealtad: La última resiliencia

La Santa que No Quiere Serlo

Bethel tenía una extraña obsesión con aquella mujer que llamaba su segunda madre. Noemí era con creces mayor que él, siendo ella una mujer adulta y él solo un imberbe, no obstante no le importaba mucho, pues eso en su pecho, ese querer, ese sentimiento de atracción no se desvanecía por nada que ocurriese o viese. Incluso, entre las cosas que un niño de su edad debía considerar atractivo como el juego y las bromas, para él tenían un segundo lugar si en la ecuación entraba Noemí. Procura siempre cuidar de ella como esta cuidó de él, como si del cuidado de un hermano pequeño hacia una hermana mayor tullida se tratase. Quizás, tal vez yendo un poco más allá.

Por ello, cuando la vio salir de casa, no le importó que su madre aún necesitara ayuda con las ropas que debían lavar con aquel balde de agua mugre traída del rio y que a la señora tanto le había costado traer pues su esposo no llegaría del trabajo si no en horas de la tarde antes de que se posasen las penumbras. Él mismo fue testigo de los dolores de espalda de su madre, como se encorvaba para estirarse ahí donde los músculos se contraían dolorosamente. No obstante, Noemí, para él, era primero, y dejó a su señora madre ahí, en la puerta de su casa lavando la ropa sola.

Con cuidado de no levantar las sospechas de su querida Noemí, Bethel se acercó cuanto pudo sin hacer el menor ruido.

—Deberías ir a ayudar a tu madre, Bethel.

—¡¿Cómo lo hace?! —Genuina sorpresa estaba grabada en el rostro del pequeño, fascinado de la habilidad de su querida ex nodriza.

—¿Hacer qué?

—¡Eso! ¿Cómo puede escucharme?

—Es que haces mucho ruido.

Esto era falso. Al menos así el niño lo tenía por verdad. Y es que dada la situación general, el ser totalmente «buena persona» era un camino dificilísimo de seguir, pues la vida se había tornado mucho más tortuosa y no parecía mermar nunca el sufrimiento, por lo que muchos bondadosos no tuvieron otra opción que dejar de serlo por el bienestar propio. Cuando el hambre ataca, es sin duda el momento perfecto para cometer un crimen. Y Bethel, con su corta edad, ya había tenido que vivir este tipo de situaciones, y desde que tuvo la suficiente lucidez como para saber qué debía hacer, robar alimentos y alhajas era parte importante de su semana. Para eso deben tenerse habilidades concretas, y nos es menester señalar el sigilo, saber actuar manteniendo el más pulido silencio. Como un pequeño profesional en la materia, Bethel ha sostenido una racha de no ser atrapado por más de un mes, y es cada vez más común que sus rachas sean más largas. Por tanto a su reducida edad ya discernía cuando hacía bien o no su trabajo. Sobretodo cuando hacía su entrenamiento especial, y ese era lo que había tratado de hacer ahora, acercarse a Noemí sin que esta lo notase; todas —o la gran mayoría de sus víctimas— contaban con todos sus sentidos disponibles y muy agudos, y con todo siempre lograba burlar el ojo del carnicero, robaba bien las frutas de la señora Crisanta sin que esta lo escuchase, conseguía buenas hogazas de pan arrebatándoselas de las manos a cualquiera sin que nadie se diera cuenta, pero no importaba qué truco usara, ya sea usando sus actuales zapatos de zuela blanda, o ir de puntillas y despacio manteniendo el centro de gravedad bajo, el oído de la invidente Noemí es inexpugnable.

—Y no trates de cambiar el tema. Sé que me quieres mucho y te aprecio por ello, pero está mal dejar a tu madre hacer todos los quehaceres sola. De tener un hijo como tú, yo estaría muy triste. ¿Es eso lo que quieres ser? ¿Un niño problema?

Bethel calló. Y es que ese es otro dote de Noemí: la sobrada locuacidad. Si querías ganarle a Noemí en algo, deberías usar la fuerza bruta, porque de lo contrario, Noemí te embeleca, te endulza el oído, y de sus hechizos hilvanados con los labios es muy difícil salir. Lo más sensato para el insensato entonces es callar.

Noemí se paró, en mitad de la calle y escuchó con atención.

—¿Te asusta el simple hecho de que halla detenido la marcha? —Bethel palideció—Como si yo pudiera golpearte. Aunque la idea no suena tan mal, debería instruir a tu padre a que te de una buena azotaina —Si Bethel ya se había puesto blanco, ahora su aspecto era fantasmagórico. Noemí no era persona de amenazas vacías. La última vez que comprobó este punto se había arrepentido profundamente llorando en su cama con los cuartos traseros ardiéndole por los azotes propinados por traílla de su padre.

Y en un obediente silencio Bethel se retiró.

Noemí es consciente de los sentimientos del chico y, por esa razón, debía alejarlo; no está bien que un niño guarde sentimientos románticos hacia la persona de la que mamó. Lo escuchó cotilleando con los niños del barrio, fue testigo auditivo de cómo Bethel aullaba que se casaría con ella. Sin embargo, siendo adulta, con especial responsabilidad al ser la primera tutora del niño, debe procurarle el mejor crecimiento y enseñanza de las normas de la moral y la ética. Podrán ser estas confusas para los infantes al principio, y más aún cuando a los propios adultos no se les ocurre otra definición que «así deben ser las cosas» para explicar algo tan complejo. Pero sin importar lo inextricables de los paradigmas, dilemas, y reglas de la moral y la ética, estas deben ser enseñadas sin falta y sin demora, séase con palabras o, como en el presente caso, con acciones.

Aunque Noemí no fuera académica, pues la escuela más cercana estaba en un archipiélago al otro lado del mar, desde su ceguera ha crecido en ella una epifanía extraña que le permite entender las cuestiones más intrínsecas de las personas solo con su escucha.




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