Sangre y Lealtad: La última resiliencia

El Olor del Héroe

La vida como juglar no es fácil. Las personas pensarían que es simplemente vagar borracho por todos lados, mientras cantas cualquier cosa que se te venga a la mente. Ciertamente se va de un lado a otro, con el detalle de que estás buscando entre las tabernas la oportunidad de sobresalir en el arte mientras otros hacen lo mismo que tú, muchas veces mejor que tú, hasta que tu nombre sea escuchado y esperado en cada lado. Muchos empiezan ese camino, solo para encontrarse con que no son escuchados, a nadie le importa si tienen éxito o no, como mucho te encuentras con halagos sin gracia ni sentimiento, aquellos que pueden ayudarte no lo harán, y a quien se vea con buenas intenciones ofreciéndote todo su apoyo es con total seguridad un estafador. A todo ello, súmale que estás en medio del apocalipsis mismo, y debes ir de un torreón a otro, tramo que normalmente deberás hacer solo, sin saber pelear. No es para nada fácil.

El Bardo Pardo solo fue un afortunado al destacar entre muchos de sus competidores directos. Fue su carisma, su talento nato, que usara las noticias como inspiración, que no fuera egocéntrico y catase lo que fuere popular incluso si no él no lo compuso, o bien que usaba las historias reales que le ocurrían para crear sus estrofas, lo que atraía a las personas a escucharlo. Sin embargo, en esta ocasión, a la nota final de su acordeón, dejó claro que esto era una declaración de agradecimiento a la vida misma por dejarlo seguir existiendo. Hubo un breve aplauso para él.

—¡Por el Bardo Pardo!

«¡Huh!» fue la respuesta dada desde el fondo del pecho a esa moción de brindis por parte de todos los presentes, donde al tiempo se golpearon el pecho los que podían, y quienes no, zapatearon el suelo o golpearon la mesa con el pichel. Un único golpe, un mismo tempo. Muchos dieron un sorbo al vaso.

—¡Por la humanidad!

«¡Huh!», nuevamente se oyó con el golpe unificado, proveniente de lo más ignoto del ser.

—¡Por Asem!

«¡Huh!», por última vez todos estuvieron de acuerdo, y más viniendo la moción de brindis por parte del Bardo Pardo. Él debía la vida a Asem, lo menos que podía hacer era brindar por ello. Los bardos no acostumbran tomar alcohol al iniciar sus números, pero él hace la excepción esta vez y se traga todo un pichel de un solo sorbo.

—La verdad, la canción es un poco inventada —continuaba el bardo—, ya que no veía una reverenda mierda con toda esa niebla. Pero les aseguro que el resto es real, las bestias aullaban como si pidieran auxilio, y cuando se despejó la niebla ¡el tipo estaba desollándolas tranquilamente como si fuera no más que quitarle las plumas a una gallina! Los perros eran… monstruosos, no hay una palabra mejor para ellos; sin embargo, él, con toda la seguridad del mundo quitaba dientes y sacaba huesos.

—¿Estuviste cerca de él… —quien interrumpió fue alguien inopinada, dada su recatado perfil, sin embargo, no fue sorpresivo de algún modo para nadie que se tratara de Noemí—, de Asem?

—¡Oh, demonios que sí! Cuando alzaron el rastrillo y nos dejaron pasar, muchos se fueron contra los soldados por habernos cerrado el paso nada más que se viera la niebla acercarse entre los árboles, pero muchos otros, sin que pueda yo definir cuál de los dos grupos era el mayor, nos quedamos esperando a que Asem terminase, solo le mirábamos hacer lo suyo, y una vez regresó al torreón, le dimos paso mientras le agradecíamos. Solo alcancé a tocar su codo un momento.

—¿A qué huele?

Algunos quedaron extrañados por la pregunta tan específica, pero el bardo respondió de inmediato.

—Normalmente, si alguien pregunta por el olor de alguien, es por que se trata de algún miembro de la ciudad dorada o un noble, no de alguien del común. Precisamente Asem no es alguien común —El bardo se rió para sí mientras recibía un pichel por parte de una camarera, que no es más que la hija mayor de Hazaim—. A rancio y añejo. No podría describirlo de alguna otra manera, pero esas son las palabras que se me vienen a la cabeza cuando recuerdo el momento en que su hediondez me entró por la nariz.

—¿¡Qué!? ¡No, estás mintiendo! —la camarera le echó la bronca al bardo—. ¿Cómo puede uno de los héroes de la humanidad oler a rancio? ¡Inconcebible!

—¿Olinda, qué esperabas? —Su padre la reprendió—. ¿Que oliera a rosas luego de salir de las entrañas de un basilisco? Déjate de tonterías y vuelva a atender a la gente, te están esperando —La muchacha, obediente pero de mala gana, fue. Seguía diciendo cosas entre dientes—. Digo, es obvio, ¿pero tan malo fue el olor?

—Lo juro. Eso no quita que sea un gran hombre.

—¡Ese hombre necesita una esposa que lo bañe! —un borracho, de años en los dientes podridos y torcidos con ceguera de un ojo por la catarata, hizo la broma. Hubo carcajadas aquí y allá.

—Tú tienes esposa y sigues oliendo a estiércol —Ahora hubo más risotadas ante el señalamiento de la camarera Olinda.

—Culpa mía por no especificar. ¡Que lo quiera! ¡Una esposa que SÍ lo quiera! —Tal vez por pena, o porque realmente había razón en ello, la carcajada ahora fue general. No era un secreto para nadie en el torreón que la pareja de viejos locos no se llevaban para nada bien.

Por alguna razón, aunque la situación le parecía graciosa al igual que el resto, en su corazón había cierta intriga, ¿o debería designarle a aquel sentimiento alguna definición más específica? Sentía que así debía, pues, por más que lo pensase, en aras de un auto entendimiento que ha sido uno de sus focos de vida luego de que se le nublase la vista, cada vez que iteraba el tema en su cabeza, solo surgía una cierta confusión.




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