El sol apenas se alzaba sobre la ciudad, sus débiles rayos luchando por abrirse paso a través de la densa niebla que se cernía sobre las calles del barrio obrero. Era 1931, y la Gran Depresión había convertido a la ciudad en un lugar sombrío y sin esperanza. Los edificios de ladrillo, ennegrecidos por el hollín, se amontonaban unos sobre otros, como si el peso de la miseria los estuviera aplastando poco a poco. Las ventanas polvorientas reflejaban una vida de penurias, una vida en la que el futuro parecía estar siempre fuera de alcance.
Giovanni Moretti caminaba con paso firme hacia el astillero donde trabajaba. Su chaqueta raída y sus botas gastadas eran testimonio de los duros años que había pasado desde que llegó a América. Había venido con la esperanza de encontrar un futuro mejor para su familia, pero la esperanza se había desvanecido con el tiempo, reemplazada por la dura realidad de la pobreza. Cada día era una lucha para poner comida en la mesa, y cada día se sentía más atrapado en un ciclo de miseria del que no podía escapar.
Mientras avanzaba por las calles atestadas de gente, observó a los demás trabajadores que, como él, se dirigían a sus trabajos. Rostros cansados, manos callosas, espaldas encorvadas por el peso de la desesperanza. Giovanni se sintió uno más entre ellos, una pieza más en la gran máquina de la miseria que era la ciudad.
"Esto no es lo que prometían," pensó, su ceño fruncido mientras caminaba. "América... la tierra de oportunidades, decían. Pero todo lo que he encontrado es miseria."
De repente, una figura conocida apareció junto a él. Salvatore "Sal" Russo, un hombre con una sonrisa astuta y una apariencia más cuidada que la de Giovanni, caminaba a su lado. Sal siempre había sido un personaje que se movía en los márgenes, siempre un paso por delante de los problemas.
"Giovanni, viejo amigo," saludó Sal con un tono amigable, ajustándose la boina. "Te veo con la misma cara de todos los días. ¿Cuánto te pagan esos bastardos por romperte la espalda?"
Giovanni suspiró, su expresión endurecida por el cansancio. "No lo suficiente, Sal. Ni siquiera para poner comida en la mesa todos los días."
Sal lo miró de reojo, su sonrisa ampliándose mientras inclinaba la cabeza ligeramente, como si estuviera compartiendo un secreto. "Tú eres un hombre trabajador, Giovanni, pero esta ciudad no recompensa el trabajo honesto. Hay maneras... diferentes de hacer dinero, maneras en las que un hombre como tú podría prosperar."
Giovanni se detuvo en seco, mirando a Sal con escepticismo. Sabía bien a qué se refería. Había escuchado rumores sobre las actividades de Sal y los hombres con los que se asociaba, pero hasta ahora había hecho lo posible por mantenerse al margen.
"¿De qué estás hablando, Sal?" preguntó Giovanni, su voz baja y cautelosa. "No quiero problemas."
Sal bajó la voz, acercándose un poco más. "Escucha, Giovanni. El mundo ha cambiado. Si sigues en esa fábrica, morirás pobre y olvidado. Pero si vienes conmigo, si trabajas con gente que sabe cómo mover el dinero... podrías darle a tu familia la vida que siempre has soñado. Ya no tendrías que preocuparte por dónde vendrá la próxima comida."
Giovanni se quedó en silencio, la propuesta de Sal resonando en su mente. Vio el rostro de su esposa, Anna, con los ojos cansados y el ceño preocupado. Vio a sus hijos, Luca, Enzo y Francesca, corriendo por la casa, sus risas mezcladas con los gruñidos de hambre que a menudo trataban de ocultar.
Finalmente, habló, su voz apenas un susurro. "¿Qué es lo que quieres que haga?"
Sal sonrió, sabiendo que había ganado. "Es solo un trabajo sencillo, Giovanni. Nada peligroso, solo recoger algo y llevarlo a otro lugar. Y te pagarán más por una noche de trabajo de lo que te pagan en una semana en ese astillero."
Giovanni sintió la tentación, fuerte y persistente. La promesa de un futuro mejor era algo que no podía ignorar. Sabía que cruzar esa línea cambiaría su vida para siempre, pero el hambre, la desesperación, y el deseo de darle a su familia algo mejor lo empujaban hacia adelante.
"Está bien, Sal," dijo finalmente, con una decisión que pesaba en su voz. "Haré lo que me pides."
Sal le dio una palmada en el hombro, su sonrisa satisfecha. "Sabía que verías la luz, amigo. Verás que esto es solo el comienzo."
Giovanni observó cómo Sal se alejaba, dejándolo solo con sus pensamientos. Sabía que había tomado un camino del que no habría regreso. Pero en una ciudad donde la pobreza gobernaba y la desesperación era la norma, a veces un hombre tenía que hacer lo necesario para sobrevivir.
Esa noche, Giovanni regresó a su pequeño apartamento en el barrio obrero, un lugar que apenas se diferenciaba de los otros en la cuadra. La habitación era estrecha y apenas contaba con lo necesario para vivir: una cama de hierro, una mesa de madera raspada y una silla que crujía con cada movimiento. El suelo estaba cubierto por una alfombra gastada y llena de manchas, y las paredes estaban adornadas con fotos descoloridas de su familia. El apartamento estaba en silencio, salvo por el sonido del viento que silbaba a través de las rendijas de las ventanas. Giovanni se sentó en la mesa y sacó una pequeña botella de vino barato que había reservado para ocasiones especiales. Sirvió una copa y bebió un sorbo, tratando de calmar el nerviosismo que sentía.
El recuerdo de su conversación con Sal resonaba en su mente, mezclado con la imagen de su familia. Giovanni sabía que aceptar la oferta de Sal significaba adentrarse en un mundo que no conocía, un mundo que había tratado de evitar. Pero la desesperación tenía una forma de moldear las decisiones, y en ese momento, la necesidad de un cambio era más fuerte que cualquier temor.
A la mañana siguiente, Giovanni se levantó antes del alba, su mente ya llena de la tarea que había aceptado. Se vistió con cuidado, eligiendo sus mejores ropas en un intento por parecer presentable. La chaqueta que había estado usando en el astillero había sido limpiada y remendada tantas veces que apenas parecía digna de uso, pero era todo lo que tenía. Se ajustó el sombrero y salió hacia el lugar de encuentro, un pequeño café en el centro de la ciudad que había sido el punto de partida para muchos acuerdos de su tipo.