Santana: Un Cuento de Horror

Santana.

Los Hernández llegaron un sábado de otoño, frío, silencioso, cuando el pueblo dormía la siesta y las hojas de los árboles se apilaban tranquilas en los techos y veredas. Eran «Los Hernández»; y no la familia Hernández, porque se trataba de únicamente dos personas: un padre, canoso, de rasgos duros y corazón noble, y un hijo, de cachetes rojizos y estatura bajita llamado Francisco. La madre y esposa había muerto hace ya un largo tiempo y desde entonces vivían como nómadas, temiendo el padre anclar el corazón en alguna parte, y volverlo a perder sin aviso por causa de una amargura.

Nadie los vió llegar, pero al cabo de unas semanas, ya se corría la voz de que la vieja casona Meadows estaba nuevamente habitada. Los Hernández se habían instalado en la majestuosa, pero vieja casa, empotrada sobre una suave pendiente, desde donde vigilaba solemnemente el pueblito.

Sin duda estuvieron cómodos, y pronto el padre buscó y consiguió trabajo, además de anotar a Francisco en el colegio del pueblo. Todos concluyeron en que era muy obvio que no estaban de paso, y que los tendrían una buena temporada consigo; por desgracia, según creyeron muchos viejos supersticiosos.

La casona gozaba de una reputación terrible, pero el procurador se había guardado toda esa mala prensa para si mismo. Después de todo, nunca se había podido comprobar nada, y todo lo sucedido anteriormente, aunque desgraciado, solo habría sido una coincidencia. Era tan solo otra casa, y así se la había puesto en venta. Una casa. Una simple y vieja casa victoriana, sin ningún otro encantamiento más que la belleza singular de su fachada.

Y si, había sido testigo de un violento crimen de pasión, y también había sentido en su áspera madera las espantosas caricias de la sangre tibia. Pero eso importaba muy poco. No había razón para dejar semejante casona de lado y condenarla al olvido ¿No era una puñalada en el pecho casi tan natural como la muerte ordinaria?

El padre supo por bocas amigas de estas habladurías, y se echó a reír como un tonto. Le resultó sin duda estúpido que, en estos tiempos, la gente siguiera creyendo en apariciones y fantasmas. Lo tomó como una tontería, puesto que así eran los pueblos, y sin duda lo seguirían siendo por un buen tiempo.

Sin embargo, todo dejó de parecerle una broma cuando encontró a Francisco en las escaleras de la casa, llorando en silencio. —¿Qué pasa hijo? le dijo con ternura, a pesar de que era un viejo frío¿Te hicieron algo en el colegio?

Francisco no respondió, pero más tarde, mientras cenaban, largó todo sin dejarse ningún detalle. Algún chico había heredado la malicia de sus padres o abuelos, y le había pegado un buen susto. Francisco estaba francamente asustado.

En el colegio dicen que me van a llevar los fantasmas, papá dijo el chico, retorciéndose en la silla. El padre lo miró serio, con esos ojos tan suyos, tan fríos y penetrantes. Francisco se sintió mas asustado, pensando que lo iban a regañar severamente; pero el viejo, sereno, respondió con calma: Vos sos mi hijo, Francisco. Sangre de mi sangre, carne de mi carne. Yo no le tengo miedo a ningún fantasma, y vos tampoco deberías. En esta casona solamente hay polvo y algunas arañas, pero no hay ningún fantasma ¿Y sabes por qué?

¿Por qué? inquirió Francisco.

Porqué los fantasmas, escucháme bien, no existen.

Está bien... murmuró el chico y se retiró a la cama.

El asunto pareció perderse en el olvido a medida que los Hernández se asentaron en el pueblo, y Francisco se convencía de que los fantasmas eran un cuento. Debían serlo, porque si existiese alguno, y sobre todo, viviese en su casa, ya se hubiese presentado. Y todavía no se había presentado nada extraño, mas allá de una araña negra y gorda que siempre lo miraba desde un agujerito en el techo viejo de su habitación.

Pero una de esas noches, mientras llovía copiosamente y la arañita se asomaba, arreció el espanto. Francisco huyó despavorido escaleras abajo, con la piel pálida y la frente sudorosa.

¡Hay una cara en la ventana! ¡Son los fantasmas! dijo, antes de arrojarse a los brazos del padre, que descansaba en la cocina mientras escuchaba un partido por la radio. El viejo lo abrazó fuerte, le brindó cobijo, y esa noche durmieron juntos.

Al día siguiente, tomaron el desayuno en silencio, evadiendo el asunto como dos arrepentidos. Francisco tuvo que regresar a su habitación en busca de la mochila, pero bajo el cobijo de la luz diurna no sintió miedo. Se quedó mirando un buen rato la maldita ventana, antes de regresar al comedor, despedirse de su padre e irse al colegio.

Creyó que lo había imaginado, pero el suceso latía con tanta vida dentro de su cabeza, que se sintió enfermo. Enfermó de miedo, pero también de furia; el viejo le había mentido. Los fantasmas existían y sin duda querían llevárselo.

El padre, por otra parte, siguió escéptico, y comenzó a cultivar una creciente rabia. Respetaba las creencias del pueblo, y era capaz de soportar las habladurías, pero no iba a tolerar esto. No permitiría que algún idiota, con tanto tiempo libre como malicia, quisiera divertirse a costa suya.

Mientras Francisco estaba en clase, se escabulló un momento de su trabajo, y se internó en aquella tienda. Cuando estuvo en casa antes del almuerzo, y encontró nuevamente al chico meditando en las escaleras, supo que no tenía sentido arrepentirse. Había hecho lo correcto.

Transcurría un martes, helado y lóbrego, cuando lo llamaron del colegio. Francisco se había desvanecido y era urgente retirarlo. Por la tarde, el medico le recomendó reposo; mínimo durante una semana. Y así fue.

Mientras Francisco meditaba de día, y el padre montaba guardia por las noches, todo sucedió con normalidad relativa. El chico se fue calmando, enterrando el miedo bajo horas de sueño pacifico, y entonces llegó el domingo. Las cosas parecían disiparse el último día de la semana en una triste anécdota, y el lunes se vislumbraba con fuerza; como emisario de buenas noticias. Pero sucedió de nuevo.




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