—Necesito verte —la voz al otro lado de la línea me estremeció.
—No puedo ahora, estoy trabajando —mentí sin pensarlo.
—Saliste del trabajo hace veinte minutos —su tono burlón me hizo apretar el volante.
—No quiero verte, necesito paz.
Hubo un breve silencio antes de que respondiera, su voz bajando un tono, cargada de algo que no supe si era enojo o decepción.
—¿Y estar cerca de mí no te da paz?
—No.
La línea quedó en silencio por unos segundos. Creí que había colgado hasta que lo escuché susurrar:
—Estoy en problemas, Valeria.
Suspiré, pasando una mano por mi rostro.
—¿Y cada vez que tienes un problema me llamas a mí? —pregunté con cansancio. —¿Qué necesitas?
—Dinero.
Solté una risa amarga.
—Eres un hijo de puta, ¿lo sabías? —y sin darle oportunidad de responder, colgué.
Encendí el auto con brusquedad, sintiendo cómo la tensión en mi pecho se transformaba en rabia contenida. El espasmo del posible accidente ya se había disipado, pero ahora había un nudo más grande en mi estómago.
No tenía tiempo para lidiar con él. No esta noche.
Dirigí el auto de regreso al restaurante, con la firme intención de olvidar aquella llamada. Aunque sabía que eso era imposible, haría todo lo que estaba en sus manos para verme.
Conduje en silencio, el sonido del motor y la radio apagada acompañando mis pensamientos. Cada kilómetro que alejaba mi mente del teléfono me hacía sentir más liviana, pero algo seguía atorado en mi pecho, como una espina que no podía sacar.
El restaurante ya estaba a la vista cuando me detuve en el semáforo. Las luces del lugar titilaban, anunciando que era el turno de la noche para salir a cenar. Me sentí un poco mejor, el simple hecho de estar cerca de algo familiar, de un ambiente distinto, me tranquilizó.
Al estacionar frente al restaurante de mi hermano, solté un suspiro pesado. Las luces cálidas iluminaban la entrada, dándole ese aire acogedor que siempre había caracterizado al lugar. Apagué el motor y me quedé unos segundos con las manos en el volante, intentando sacudirme la sensación de inquietud que la llamada me había dejado.
Al final, salí del auto y entré. El aroma a pan recién horneado y café me envolvió de inmediato, y por un momento, me sentí en casa. Detrás de la barra, mi hermano limpiaba unos vasos, y cuando me vio, alzó una ceja con curiosidad.
—Llegas tarde —comentó, apoyando los codos en la superficie de madera. —Me dijiste que solo tendrías un paciente, y llegarías a las ocho.
—Tuve un día largo —respondí, dejándome caer en uno de los taburetes.
—¿Y esa cara? No me digas que...
Rodé los ojos y negué con la cabeza. No quería hablar de eso. No ahora.
—Solo dame un café, por favor. Cargado.
Mi hermano no insistió. Simplemente sirvió la bebida y la deslizó hacia mí.
—Tómalo con calma, Val —murmuró—. Lo que sea que haya pasado, no dejes que te arruine la noche.
Asentí, rodeando la taza con ambas manos, pero en el fondo sabía que era tarde para eso.
—¿Qué hay de Anastasia? ¿Ya sabes algo de ella? —pregunté, buscando distraerme.
Mi hermano dejó el vaso que estaba limpiando y sonrió con un dejo de nostalgia.
—Lo de siempre. Estudiando sin descanso. Me dijo que vendrá en verano.
—Eso es bueno —asentí, tomando un sorbo de café—. ¿Ya tienes planes para cuando llegue?
—Llevarla a la playa, cocinar su comida favorita… disfrutar el tiempo juntos.
La calidez en su voz me hizo sonreír. Siempre había sido un hermano dedicado, y su amor por Anastasia era innegable.
—Seguro se muere de ganas de vernos.
—¿Vernos? —alzó una ceja con burla—. Creo que la palabra "Vernos" no existe, a lo mejor quisiste decir "verte". "Seguro se muere de ganas de verte" —repitió con una sonrisa molesta.
Solté una carcajada y le lancé un pan de la canasta, que esquivó con facilidad.
—Idiota —murmuré entre risas.
—Solo intento cuidar el buen uso del lenguaje —dijo con dramatismo, llevándose una mano al pecho—. No quiero que mi hermana se vuelva una analfabeta emocional y gramatical.
—Y yo no quiero que mi hermano se vuelva un camarero insoportable. —me puse de pie —Ya me iré a casa.
—Espera —dijo antes de que me diera la vuelta, y se adentró en la cocina.
Salió segundos después con una bolsa en la mano.
—Pasa por casa y llévale esto a mamá. Dile que es lo que Henry tiene que llevar a la escuela mañana.
La tomé sin preguntar, asintiendo con una ligera sonrisa.
—Cuídate.
—Tú igual —le respondí, y salí del restaurante mientras la noche caía del todo.
___
Solté las llaves en el comedor y me dirigí a la habitación.
En el momento en que puse un pie en la habitación supe que había algo raro. Miré con atención cada parte de la habitación.
La ventana.
—Ay no, no, no, no —me acerqué corriendo a mi mesita de noche.
Busqué entre los papeles encima de la mesa, las gavetas, bajo la cama, en el clóset. Pero no estaba.
—Hijo de... —me pasé la mano por el cabello frustrada.
Salí corriendo en busca de mi celular, pero antes de tomarlo, una mano me sostuvo del cuello con fuerza.
—No llamarás a nadie —su voz detrás de mí provocó que un escalofrío me recorriera la espina dorsal.
—He trabajado toda mi vida por eso... ¿Y tú entras a mi casa y lo tomas como si nada? —reí con dificultad.
—Me importa una mierda lo que hayas trabajado, te dije que lo necesito —habló entre dientes.
Me tiró con brusquedad en el sofá, provocando que mi espalda chocara con el respaldo en un golpe sordo.
—No te muevas —sacó una navaja.
—Ya tienes lo que buscas, déjame en paz y lárgate —señalé la puerta detrás de él.
—No, aún no. —sonrió.
—Te sugiero que no subestimes mi enfermedad, Roy —lo miré enfurecida —La última vez que la subestimaste, tuvieron que operarte de la nariz.
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Editado: 09.04.2025