-“La espada siempre es símbolo de nobleza y arte. Nunca se debe usar para fechorías ni mancharla con sangre que no convenga” - me repetía mi padre adoptivo- “Estás aquí para enseñar a mi hija, no para tonterías”.
Amelia siempre se había pensado si ser parte de una familia élfica le daría estatus, pero nunca estos dolores de cabeza. Obviamente no era como los suburbios en Vallis Lucis, llenos de hambre y miseria. En la casa Sayre siempre tenía comida, bebida y una cama, siempre y cuando cumpliese las órdenes de su padre.
Adoptada por Eydolon Sayre, un miembro del Círculo del Reino de Eärendil, era la única humana que había sido aceptada en una familia donde todos y cada uno de sus integrantes eran altos elfos. Su pelo rubio destacaba por encima de los pelirrojos que conservaban su ahora nueva familia. Siempre lo llevaba ondulado y despeinado como símbolo de rebeldía frente al orden que regía la casa. Sus ojos eran azulados como el cielo, su tez clara y poseía una figura atlética joven que la ayudaba a moverse con soltura. Siempre iba vestida con una túnica de color oscuro, una capa corta de paño grueso sujetada con un broche plateado y un colgante azul y blanco, que la recordaba a su antiguo hogar.
El día era agradable. Un pequeño viento soplaba al amanecer y como todas las primeras horas de la mañana, Amelia entrenaba con una espada de madera en el patio de entrenamiento. Había aprendido desde niña a manejarlas, sea desde espadas roperas a espadones del tamaño de su cuerpo. Era una con la espada. Sus maniobras no eran perfectas, pero con disciplina y demanda seguro se convertiría en una guerrera capaz.
Esta vez entrenaba atacar a objetivos con armadura. Buscaba lugares estratégicos entre las placas y las cotas de malla para hacer hendiduras letales a sus enemigos. Pero claro, con una espada de madera poco podía hacer, pues prefería entrenar con espadas de verdad aunque lo tuviese ahora prohibido, y súmale que un muñeco de entrenamiento ni siquiera se movía.
Al cabo de un par de minutos, sonó la campana del desayuno y se limpió el sudor de la frente guardando la espada en un cofre para dirigirse al salón. De camino al mismo, se encontraba con sirvientes de la casa Sayre, los cuales no le dirigían la palabra. A su padre le encantaban las apariencias, así que todos y cada uno de los criados les vestían de ropajes blancos con toques de oro macizo y perlas de diamantes, producto de la cantidad de dinero que poseían.
Los pasillos de la mansión eran altos y alargados. Decorados con multitud de cuadros de épocas pasadas y familiares ya extintos de la familia Sayre. La piedra que conforma la mansión era de un color blanco crema que reflejaba la luz del sol, haciéndola fresca frente a las otras mansiones de otras familias élficas. También destacaba a veces en lo alto de ciertas paredes un estandarte de color rojo carmesí y un cuervo de tres cabezas que sostenía una flecha en el medio, por desgracia aunque a Amelia eso no le gustase, era el símbolo característico de la familia Sayre.
Abrió las puertas del salón y pudo vislumbrar una escena familiar, en la que siempre llegaba tarde. La mesa era larga y estrecha. Cada silla representaba un lugar de poder. En el centro Eydolon, el patriarca de la familia y aquel con la batuta del hogar; a la diestra la silla de Thessalia, la matriarca y la segunda al mando; siguiendo por la izquierda su hija Celestine, la heredera del linaje; a su lado Isabelle, la segunda en la línea sucesoria; y por desgracia a la derecha: solitaria y abandonada, Amelia, la no-élfica.
El desayuno de los altos elfos era digno de elogio. En los platos se encontraban panes con miel silvestre cristalizada, tartaletas de frutas, mermeladas de fresa y vasos con leche de vaca recién ordeñada junto con el mejor café humano de toda Fendaria.
Tomando un par de cada cosa, Amelia comenzó a disfrutar de un desayuno que aunque repetido, nunca se acostumbraba a él.
-“Llegas tarde, Amelia” - espetó su padre - “Como siempre.”
“Padre, disculpa mi tardanza. Estaba entrenando con la espada para dar luego clases a su hija” - comentó Amelia con cierto tono burlesco - “Tengo que estar en plena forma para mi trabajo.”
Eydolon siempre se mostraba reacio a interactuar con Amelia. Nunca en la vida habría aceptado a alguien en su familia si no tuviese algo de valor para él, pero la adopción fue un favor que le hizo a un muy buen amigo suyo de la corte humana de Vallis Lucis. Si le sumamos a que la chica sabía un poco de esgrima, pues era la excusa perfecta para que mínimo hiciera algo en casa.
Amelia miró fijamente a su padre para pasear su mirada hacia Celestine. Su hermana estaba leyendo un libro relacionado con las artes del arco. Aunque eso a Amelia no le molestaba, se preguntaba para que le daría clases a alguien que ni se molestaría en aprender a usar una simple espada. Suspirando, tomó los cubiertos para disfrutar al menos esa comida que quería ingerir.
Al cabo de unos minutos, la familia terminó de desayunar para realizar sus quehaceres mañaneros. Amelia siempre era la primera en levantarse en las reuniones y comidas familiares. Cuanto menos tiempo pasase con su padre al lado, mejor para ella. Saliendo del salón, esperó a que Celestine hiciese lo mismo. Unos segundos después, Celestine abrió las puertas y Amelia se puso a su lado para pasear a donde fuera que fuese.
-“Buenos días, querida hermana. ¿Te has levantado bien?”.- preguntó Amelia.
-“Buenos días, Amelia. Y sí, he dormido bien hoy. ¿Quieres algo?”.- comentó Celestine
-“Hoy vamos a dar tu primera clase de esgrima.” - explicó Amelia.- “Así que prepárate, iremos con lo básico para ir avanzando poco a poco. Tranquila, no te dolerá.”
Aunque el objetivo de Amelia no era asustarla, si que le gustaba esa faceta de meter algo de miedo a aquellos que nunca habían sufrido daño, ni físico ni emocional. La cara de Celestine no reflejaba miedo: sino duelo. Amelia llevaba meses intentando sembrar terror en ella, sin éxito. Celestine siempre la enfrentaba, siempre la veía como un desafío.
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Editado: 18.07.2025