Sayre's Chronicles: Un nuevo Amanecer

Capítulo IV - Reflejo

***

Horas antes de embarcar, Amelia decidió perderse un rato por las calles de la capital de Eärendil. Necesitaba calmarse, distraerse, pero desde que recibió la noticia, no podía dejar de pensar en lo lejos que se sentía de los suyos y en lo cerca que estaba de los elfos, que ya no le parecían tan ajenos.

Amelia siempre había destacado entre la sociedad élfica por ser la hija adoptiva de Eydolon. Por desgracia, eso le hizo tener multitud de motes que tenía que soportar por parte de los nobles élficos. Aunque siendo la tercera dentro del linaje de los Sayre le ganase autoridad frente a otras casas aristocráticas, nadie la tomaba en serio.

Ese pensamiento la acompañaba por cada paso que daba. Suspiró profundamente para llevar su vista al cielo. Ese viaje seguramente le vaya a cambiar la vida, o sería otro más dentro de su historial que olvidaría como muchos otros.

Mientras paseaba por las calles de Eärendil, Amelia dejaba que su mirada se perdiera entre rostros y pasos ajenos. Observaba la elegancia innata en los descendientes de las casas élficas, envueltos en túnicas que parecían flotar más que caer, teñidas con pigmentos raros que sólo podían extraerse en rincones remotos del mundo. Las joyas que colgaban de sus cuellos y muñecas no eran simples adornos, sino símbolos de linaje, orgullo y poder. Incluso la forma de caminar parecía marcada por generaciones de nobleza y tradición, como si el suelo supiera quién lo pisaba. La diferencia con ella era amplia.

Amelia siempre vestía “pobre” para una aristócrata. Su seda, endeble y de tonos apagados, palidecía junto a la de sus hermanas. El cuero que la protegía del frío no era suave, sino rudo, y sus joyas no atrapaban miradas, apenas reflejaban luz. Donde otros veían escasez, ella veía silencio. En un mundo que vestía para ser visto, Amelia caminaba sin que la mirasen. No lo necesitaba: su presencia ya hablaba por ella. Bastaba con no tener las orejas puntiagudas.

Borró de su mente esos pensamientos que lo único que hacían era molestarla. Su madre, o si la podía llamar así, le dijo que tenía que estar fresca y olvidar pensamientos negativos antes de llegar a Vallis Lucis. Amelia detestaba que siempre intentaran moldearla. Como si no pudieran pensar por sí misma.

Caminando se topó con una biblioteca. El cartel decía “abierta”, pero Amelia sentía que cruzar aquella puerta sería como abrir un capítulo que aún no sabía si quería leer.

El simple hecho de preguntar ya la abrumaba. Nunca se había puesto en esta situación, pues era la primera vez que se dirigía al corazón de los suyos. La puerta del edificio se abrió y dejó al descubierto un elfo anciano. La ropa que portaba estaba hecha de cuero duro, con un cinturón que le rodeaba la cintura y unas zapatos de color negro brillante. En el ojo derecho tenía un monóculo que dejó reposar en su pecho cuando miró a Amelia. Arrugado como una pasa pero alto como una torre, miró a la chica pensativo.

-“¿Buscas algo, joven?” - preguntó el elfo.

Pasaron varios segundos hasta que la joven Amelia pensó en que decir. El momento era bastante incómodo y no quería que sospechara de lo que iba a hacer. ¿O quizás la ayudaría?

-“No señor. Solo estaba viendo el escaparate. Eso es todo”.

-“¿Hm? ¿Segura? Llevo dos siglos aquí y creeme, nadie se asoma por estas puertas sin llevarse respuestas a casa.”.

-“Bueno. Busco información. ¿Me ayudaría?”.

-“Sírvete”- dijo el elfo mientras abría la puerta.

Amelia entró a la biblioteca y no quedó tan fascinada como pensaba. La biblioteca de la mansión Sayre era enorme en comparación en la que ahora mismo se encontraba. Las estanterías estaban cuidadas pero la cantidad de categorías era bastante reducida. No había personas en el interior, quizás porque, con todo el conocimiento que poseían en casa, ¿qué motivo podrían tener para venir aquí?

-“¿Buscas algo en específico, señorita?” - preguntó el elfo.

-“Hm. Capitales de Fendaria. ¿Tiene usted libros, señor?”.

-“Y más de lo que te puedas imaginar" .- comentó el anciano con una sonrisa.- “Acompáñame.”

Con un ademán elegante, el elfo se dió la vuelta, y Amelia lo siguió sin saber si la respuesta que buscaba estaba en los libros o en las preguntas que todavía no se atrevía a formular. Aquella biblioteca no impresionaba por su tamaño, pero había algo en el silencio entre las páginas que parecía invitarla a recordar quién era, o quien creía ser.

-“Capitales existen seis ahora mismo a tu disposición.” - dijo el anciano mientras de una estantería extraía una enciclopedia.- “Por un lado tenemos Sylvaria, la capital de nuestro reino Eärendil; un poco más al Este en las junglas de Nera-Ombra, Nocthariel hogar de los elfos oscuros; más al Este a unos kilómetros navegando por el mar Austral tendríamos Mor’Khaz, hogar de orcos; y si nos dirigimos hacia el norte Vallis Lucis; la capital humana en una isla de grandes proporciones; en las montañas del norte de Fendaria las fortalezas enanas, en concreto Thura Nagrom; y por último, en la Foresta Licka-Thur al sur de Thura Nagrom, Lunavari, capital de los Vestyia.”

-“Vallis Lucis. Por favor” - dijo Amelia, intentando que su voz no temblara. El elfo la observó por un instante. La sospecha se le clavó como una astilla bajo la piel, pero al menos tendría el libro que tanto buscaba.

El anciano ubicó a Amelia sobre las páginas que la inundaron de conocimiento frente a su ignorancia, y se retiró para dejar espacio. Amelia aprovechó para tomar una silla y revisar un pequeño reloj ubicado en la mesa, aún tenía tiempo.

Las páginas hablaban de una ciudad bañada por el sol, erguida sobre colinas que se deslizaban hacia el mar. El texto recorría la ciudad desde sus murallas de piedra blanca, templos que contaban gestas humanas que ella jamás había escuchado. Las calles empedradas daban paso a caballeros con armaduras completas, mientras que los heraldos anunciaban decretos desde los balcones. Era una ciudad antigua, seguramente con multitud de secretos forjada hace dos mil años por Glorian el Grande, el primero de los humanos.




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