Capítulo 1: Mamá llora en las noches
....
Yo no sabía que uno podía morirse.
No de verdad.
Pensaba que eso solo pasaba en las películas de dibujitos, cuando el perrito se dormía y luego aparecía en el cielo con unas alas chiquititas y un arpa.
Pensaba que morirse era algo que les pasaba solo a los viejitos, esos que tenían la piel llena de arruguitas y usaban bastón.
Nunca a alguien como yo.
Nunca a un niño que todavía no había aprendido a silbar bien, ni a atarse los cordones sin hacer un lío.
Así que cuando empecé a sentirme raro, ni siquiera me imaginé que era algo malo.
Pensé que era como cuando uno se resfría y mamá te da una sopita caliente y todo se arregla con besos mágicos.
Al principio, era solo que me cansaba.
Un cansancio tontito, de esos que uno siente después de correr mucho, o después de perseguir mariposas en el jardín hasta quedar sin aliento.
Cansarme nunca había sido un problema antes. Yo corría, saltaba, trepaba muebles para asustar a mamá «ella decía que era como un monito travieso» y nunca, nunca me cansaba.
Pero entonces, un día, mientras jugábamos en el parque, me senté en el pasto porque no podía más.
Me ardían las piernas, el pecho se me apretaba como cuando lloras muy fuerte, pero yo no lloraba. Solo me senté y miré a mamá, con las cejas fruncidas de confusión.
Mamá pensó que era por el calor.
Me trajo agua, me echó airecito con su mano y me sonrió como siempre, esa sonrisa que era como una mantita tibia cuando hacía frío.
—Solo estás cansadito, mi amor —me dijo, y me besó la frente.
Yo le creí.
Porque mamá siempre sabía todo.
Porque mamá era mi enciclopedia de respuestas, mi traductora de las cosas raras del mundo.
Siempre.
Pero después pasó otra cosa.
Empecé a dolerme.
No como cuando uno se cae y se raspa la rodilla.
No como cuando uno se golpea el codo contra la puerta y se ríe aunque duela.
Era un dolor adentro, como si algo en mi barriguita y mis piernitas estuviera llorando bajito.
Una vez me dolió tanto que no pude levantarme de la cama.
Mamá se asustó.
Yo lo vi en sus ojos.
Vi ese brillo feo que aparece cuando algo está muy, muy mal, pero uno no quiere asustar al otro.
Me cargó en sus brazos «aunque yo ya soy grande, eh, ya había cumplido seis años» y me llevó al hospital.
Yo no quería ir.
No me gustaban esos lugares donde todo huele a jabón raro y los adultos caminan rápido como si buscaran algo que nunca encuentran.
No me gustaba que me miraran como si fuera de cristal.
Ni que me hablaran despacito, como si las palabras pudieran romperme más que el dolor.
En el hospital, todo era blanco.
Blancas las paredes.
Blancas las sábanas.
Blancas las batas de los doctores.
Blancas hasta las luces, que eran tan brillantes que me hacían cerrar los ojos y esconder la cabeza en el pecho de mamá.
Había un pitido que sonaba todo el tiempo.
Pip.
Pip.
Pip.
Y voces.
Voces que hablaban bajito, como si tuvieran miedo de despertarme, aunque yo estaba despierto y escuchaba todo.
Mamá me tenía abrazado.
Me acariciaba el pelo, y yo podía sentir cómo temblaba un poquito.
Como cuando yo tengo miedo de los truenos y me meto en su cama buscando calor.
Pero esta vez era ella la que temblaba.
Y eso me dio un miedo tan grande que me dolió el pecho, un miedo más fuerte que cualquier monstruo de debajo de la cama.
—Todo va a estar bien, campeón —me susurró al oído.
No sé por qué, pero no le creí.
Tal vez porque su voz se quebró, o porque su nariz estaba roja como cuando llora en las películas tristes que ve en la tele.
O porque su abrazo era desesperado, como si me estuviera sujetando para que no me deshiciera entre sus dedos.
Después vinieron los doctores.
Me pusieron una agujita en el brazo «no me gustó nada, dolía y picaba y me daban ganas de sacármela» y mamá me cantó despacito para que no me moviera.
Era la canción de siempre, esa que decía que los angelitos cuidaban a los niños mientras dormían.
Yo no lloré.
Porque ya soy grande.
Porque los héroes no lloran.
Porque los héroes aguantan.
Aunque se les quiebren los huesos del miedo.
Pero cuando vi que mamá sí lo hacía, ahí no pude más.
Ahí se rompió todo.
Me acurruqué en su pecho y cerré los ojos muy fuerte para no verla llorar.
Porque si ella lloraba...
¿Entonces qué iba a pasar conmigo?
¿Quién iba a ser el fuerte si ella no podía?
No entendía mucho de lo que decían los doctores.
Usaban palabras largas, palabras feas que yo no conocía.
Solo captaba algunas cosas: "leucemia", "tratamiento", "pronóstico reservado".
Me imaginaba que "leucemia" era como un monstruo feo que se me había metido en la sangre y que ahora vivía ahí, comiéndose mis fuerzas de a poquitito.
Un monstruo que no se veía, pero que estaba siempre.
Un monstruo contra el que tenía que luchar.
Parecía como si estuvieran hablando de otro niño, no de mí.
Porque yo soy Leo.
Leo, el que canta a los pajaritos en las mañanas.
Leo, el que corre más rápido que el viento.
Leo, el que salta más alto que los charcos.
No podía ser yo.
No podía.
Me llevaron a una camita blanca, en un cuarto que olía raro, a remedios y tristeza.
Me pusieron cositas en la nariz para que respirara mejor y una maquinita que hacía "bip bip" cada vez que mi corazón decía "¡aquí estoy!".
Mamá se sentó a mi lado, agarrándome la mano tan fuerte que me dolía un poquito.
Yo no dije nada.
No quería que me soltara nunca.
Nunca.
Y entonces... la vi.
Vi sus lágrimas caer, grandes y brillantes, resbalándose por su carita bonita.