El aire se le escapó del cuerpo al sentir el impacto contra el suelo. La tierra estaba fría, y el golpe contra el concreto le nubló la mente, pero no hubo tiempo para pensar, solo para luchar. El hombre se posicionó sobre ella, su peso abrumador, su aliento caliente y su voz retumbando en su oído.
—¿Pensaste que podías escapar de mí? —La risa llena de veneno y desdén era todo lo que escuchaba mientras él levantaba su rodilla y la estrellaba contra su estómago. Un grito sordo se le escapó, pero no hubo tiempo para lamentarse, no cuando la punzada de dolor la hacía perder el aire.
Intentó empujarse hacia atrás, pero su cuerpo se sentía pesado, debilitado por el golpe. Lo único que podía hacer era patear, patalear, pero no lo suficientemente fuerte. El hombre, con una expresión de pura ira, la volvió a golpear en el estómago con una fuerza que le arrancó otro gemido de dolor, antes de golpearla en la cabeza. La visión de Valeria se nubló por un segundo, y la sensación de vértigo la hizo sentir como si estuviera flotando en la nada.
No. No podía ceder.
Con un esfuerzo que le pareció sobrehumano, luchó contra el dolor, luchó contra el miedo, y a pesar de la presión que ejercía sobre ella, la furia en sus ojos, se aferró a la rabia que crecía dentro de ella. Todo lo que quería ahora era escapar, salir de esa pesadilla. No iba a permitir que lo ganara. No después de todo lo que había sufrido.
Con una última fuerza desesperada, lanzó su brazo hacia atrás, buscando lo que fuera para defenderse, para ganar, aunque fuera un respiro. Un grito de furia y desesperación escapó de su garganta mientras trataba de liberarse. Tenía que ser más fuerte.
El dolor se multiplicaba por cada golpe, pero Valeria no se rindió. Su cuerpo estaba casi inerte, pero su mente seguía luchando, buscando una salida, un resquicio de esperanza. Algo en ella, algo profundo, gritaba que no debía rendirse, que no importaba cuánto quisiera ceder al agotamiento, debía encontrar la manera de escapar.
El hombre la apretó más fuerte, clavando su rodilla en su abdomen, un peso insoportable que le robaba el aliento. Pero, entonces, en medio de la oscuridad, algo se iluminó dentro de ella. La rabia. Esa ira reprimida, esa furia acumulada por años de humillación y dolor, que nunca había tenido el valor de liberar, ahora la inundaba.
Con una sacudida brutal, Valeria torció su cuello, levantó las manos, y buscando lo primero que encontró, las uñas se hundieron en la piel del hombre. El grito de dolor que salió de su garganta fue como música para sus oídos. Él, sorprendido por la resistencia, la soltó un segundo, lo suficiente para que ella pudiera girarse y rodar por el suelo.
El aire frío la azotó en la cara, pero no pensó en el frío. Solo en escapar. Se levantó rápidamente, con las piernas temblorosas, pero sus pies no se detenían. La adrenalina le daba fuerzas que no sabía que tenía. No podía mirar atrás, no podía pensar en lo que él podría hacer. Tenía que huir. Tenía que seguir corriendo.
Pero el sonido de pasos pesados detrás de ella, como una sombra que la acechaba, la hizo temblar. Antes de que pudiera dar otro paso, sintió el tirón de su cabello de nuevo, esa fuerza bruta que la hacía caer de rodillas. El hombre, lleno de furia, la arrastró de vuelta hacia él, la presión de su mano alrededor de su cuello como una cadena imparable.
Valeria forcejeó, luchó, sintió sus pulmones quemando por el aire que no llegaba. Sus ojos se llenaron de lágrimas, no solo por el dolor físico, sino por la impotencia de sentirse atrapada, de no poder salir, de no poder huir de su pasado que la perseguía con una sed de venganza que no conocía límites.
—Nunca… me vas a dejar —susurró él, con una voz que helaba el alma.
El miedo la envolvía, pero la rabia volvía a arder en su pecho. No, ella no iba a permitirlo. No esta vez.
De repente, un ruido lejano cortó la tensión. Un sonido que, por un momento, pareció un susurro entre las sombras. Pero lo escuchó de nuevo, más cerca esta vez. Los pasos, un motor arrancando, un vehículo acercándose. El hombre, sintiendo la interrupción, apretó con más fuerza, pero Valeria aprovechó ese instante, ese pequeño resquicio de oportunidad.
Con una fuerza que no sabía que aún poseía, giró con rapidez y, usando todo su cuerpo, lo empujó hacia atrás. El impacto fue suficiente para que él perdiera el equilibrio y cayera al suelo.
Valeria no pensó. Corrió.
Corrió hacia el sonido del vehículo, hacia la esperanza.
La sangre comenzaba a escurrir de su frente, tibia y densa, deslizándose por su rostro. Valeria apenas podía sentir el dolor, el miedo, el terror que se apoderaba de cada centímetro de su cuerpo. Las heridas en su espalda ardían como si el fuego las recorriera, y el suelo bajo sus pies parecía tambalear. Cada paso que daba era una lucha, pero algo dentro de ella seguía empujándola hacia adelante, hacia la salvación.
De repente, en la oscuirdad de la calle desierta, vio las luces de un vehículo acercándose, corriendo con una suerte increible. No pensó, solo corrió hacia él, sus piernas flacas y temblorosas se movían con desesperación. Necesitaba que alguien la ayudara, necesitaba salir de ese infierno.
—¡Por favor, ayúdame! —gritó, la voz rasposa por el miedo y el cansancio, mientras levantaba la mano en señal de desesperación.
El vehículo frenó bruscamente, y Valeria, con un suspiro de alivio, intentó abrir la puerta. El conductor, un hombre con una mirada confusa, la observó por un momento, sus ojos se movieron de arriba a abajo, notando las manchas rojas en su camisa, la sangre que se deslizaba por su rostro.
—¡Apúrese! —le gritó, con la garganta cerrada por el terror—. ¡Me vienen siguiendo!
El hombre parecía dudar, pero luego, viendo el miedo y la desesperación en sus ojos, asintió con rapidez. Sin decir una palabra más, abrió la puerta y Valeria, con una última dosis de energía, se metió en el asiento del copiloto.
#1860 en Novela romántica
#649 en Chick lit
mafia rusa, amor venganza deseo, romance de oficina jefe empleada
Editado: 24.12.2024