Secretos del pasado. Valle de Robles 2

Una nueva vida - Capítulo 1

Capítulo 1

 

Una nueva vida

 

 

 

 

 

 

 

 

Amaya garabateaba los márgenes de su libreta de apuntes sin cesar. Estaba nerviosa. Llevaba semanas estudiando cómo hacer entrevistas de trabajo, qué debía preguntar, qué decían los gestos del entrevistado, dónde debía poner las manos o si tenía que sonreír mucho o poco, y el resultado era un caos mental que empezaba entre las ilegibles notas de su cuaderno. Se había pasado una tarde entera leyendo artículos online en blogs desconocidos sobre pruebas de personalidad y capacitación, y había acabado haciendo un test de trescientas preguntas sobre qué tipo de persona era, para descubrir que, sorprendentemente, era un pelín obsesiva con la perfección y tenía inclinaciones artísticas. También le había salido, irónicamente, que su trabajo ideal era en una redacción o una editorial.

Hacía aproximadamente un mes que se había mudado de nuevo a Valle de Robles, y desde entonces había invertido su tiempo en restructurar su vida y su futuro; al menos en las horas de sol, ya que las noches las tenía ocupadas con asuntos menos pesados y más satisfactorios.

Teresa, la difunta directora del periódico del pueblo y tía de Amaya, le había dejado toda su fortuna, con casa y negocio incluidos. Y, por si no fuera suficiente, la había acompañado de un pasado y un apellido. Amaya no quería vivir en casa de Teresa porque era el lugar donde se la había encontrado muerta meses atrás, así que lo primero que había hecho había sido ponerla a la venta por mucho menos valor del que le habían aconsejado. Era una casa repleta de fantasmas del pasado y no quería pasar tiempo allí. Después, recopiló todos los papeles y le llevó las cuentas heredadas a un gestor para que la asesorara. Y, por último, había decidido reabrir el Diario del Valle. Su padre le aconsejó que no lo hiciera, pero ella sentía que aquel diario no podía terminar sin más. Había formado parte del pueblo durante generaciones y no iba a dejarlo morir.

El último punto era el más conflictivo de todos porque, desde la muerte de Teresa, el diario no había vuelto a ver la luz y la mitad del antiguo personal tenía nuevos trabajos o se había ido de vacaciones sin fecha de retorno, como en el caso de Diego. El informático del diario se había marchado de viaje a Ámsterdam y, según sus propias palabras, no tenía intención de volver nunca. Amaya sospechaba que Diego llevaba media vida enamorado de Teresa y que la muerte de esta lo había afectado tanto que no podía seguir viviendo en un lugar que le recordara a ella. Del resto de la plantilla, solo quería volver a su antiguo trabajo María, la jefa de Redacción, así que Amaya tenía que contratar a un informático, a un diseñador y a varios periodistas para que formaran parte del nuevo diario. Al menos para poder empezar.

El padre de Amaya había insistido mucho en que vendiera el diario junto con la casa, cogiera el dinero y se dedicara a dibujar, que era lo que siempre había querido. Amaya había estado tentada de hacerlo, pero había algo, una especie de hilo invisible que la ataba a aquel lugar; y no solo al Valle, sino también al diario e, inevitablemente, a Teresa Robles.

Cerró su libreta de golpe, la cogió con una mano para apartarla y al levantarla cayó un papel blanco perfectamente doblado. No recordaba haber guardado ninguna nota entre sus páginas de apuntes. Abrió el papel, lo leyó y soltó una risita: era de Bruno. Aquella mañana, Amaya había salido de casa del chico a toda prisa, con los zapatos en una mano y el bolso en la otra. Bruno había corrido tras ella para darle su libreta, que se había dejado encima de la mesa del salón, y lo había acompañado de un beso de despedida y palabras de ánimo. La nota era corta y tenía la esencia de Bruno: «Tú puedes, Ami. Saca a la señora directora que hay en ti». Era de Bruno, no del señorito Rey del Valle, sino del nuevo Bruno; el que Sara decía que existía, pero ella nunca había visto hasta que volvió al pueblo. Amaya guardó de nuevo la nota entre las páginas, dejó la libreta a un lado y se dejó caer en la ancha silla de piel del escritorio.

No sabía cómo debía sentirse al mando del diario que había heredado, pero tenía claro que no quería seguir los pasos de Teresa. Su antigua jefa era buena en su trabajo, manejaba mucha información y sabía usar sus contactos, pero a menudo era déspota e injusta con sus trabajadores. Amaya necesitaba formar un grupo de confianza, que trabajara en equipo y fuera fiel a la nueva línea editorial. Buscaba nuevos talentos; no a los mejores ni a los más preparados, sino a los que aportaran la diferencia. Buscaba ilusión, una sonrisa, buen ambiente, pero no sabía qué debía elegir o cómo iba a distinguir lo que buscaba con una simple entrevista.

Bruno se había ofrecido a ayudarla porque él era el jefe de su negocio, por lo que estaba acostumbrado a contratar personal para su hotel y sabía qué buscaba en las personas que entrevistaba, pero Amaya había rechazado la oferta. «No necesito que me salves el culo siempre —le había dicho ella—. ¿Quién va a dejarse mandar por alguien que no es capaz de hacer sus propias entrevistas?». Y él había reído dándole la razón. Le había dicho que confiara en su instinto, ya que solo de aquel modo sabría a quién debía contratar, y que, sobre todo, se quedara con gente que le pareciera interesante, puesto que iba a tener que verlos todos los días durante muchos años. A Amaya le había sonado demasiado místico para tratarse de Bruno, pero lo había guardado en un rincón de su mente, por si necesitaba hacer uso de aquel consejo.

Aquel era EL DÍA, con mayúsculas. El día de las entrevistas, el día de las decisiones, el día en el que pasaría de ser Amaya Santos a ser la directora y editora del Diario del Valle y la Revista Robles. Se había puesto un traje de chaqueta informal de color gris que había comprado la semana anterior para la ocasión y lo había conjuntado con una camisa blanca con dibujos de letras. «¿Es muy friki? ¿Parezco una enciclopedia?», le había preguntado a Bruno aquella mañana. Él le había dicho que estaba preciosa y que, si no se marchaba en los siguientes minutos, el traje iba a acabar arrugado en el suelo del salón. Amaya sonrió recordando la escena, sin dejar de dibujar en los márgenes del cuaderno.




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