Secretos del pasado. Valle de Robles 2

Lugar desconocido - Capítulo 4

Capítulo 4

 

Lugar desconocido

 

 

 

 

 

 

 

 

Amaya tenía tantos frentes abiertos en su vida que no sabía cómo empezar a ordenarlos en su mente. El jueves por la mañana apareció una nueva pintada, pero aquella vez en la gigantesca puerta de cristal del bar de Lola. Cuando llegó para fotografiarla, Dan y Sergio ya habían llegado, hecho las fotos y hablado con todos los empleados. «Soy una jefa de mierda», se dijo a sí misma, y se limitó a preguntarles qué habían averiguado. Dos pintadas, en días consecutivos y del mismo símbolo. En aquel caso también habían dibujado un tridente, aunque mucho más definido que el de la pared de la iglesia.

—¿Qué sabemos?

—Poco, jefa —le dijo Dan—. Empiezo a creer que realmente están tomándonos el pelo. —Dan se acercó a ella y le susurró muy bajito al oído para que nadie más los escuchara—: Tal vez la misma Lola se lo ha pintado en la puerta para llamar nuestra atención.

Amaya frunció el ceño y se alejó un paso de él para mirarlo a la cara.

—¿De verdad crees eso?

Él se encogió de hombros y señaló a Sergio.

—Sergio tampoco lo descarta.

—No podéis basaros solo en su interés del otro día.

—Es que no está asustada, ni siquiera preocupada —explicó Dan—. Parece más bien divertida con la situación.

—Estad atentos —les dijo Amaya—. Y más tarde me contáis qué dice Fran o si ha venido alguien de la comarca a hablar con el padre Damián.

Amaya los dejó a cargo del caso y dedicó su jueves a seguir investigando el pueblo al que iba a ir con Bruno al día siguiente. Buscó en las carpetas de documentos archivados de Teresa en su ordenador, en las cajas de las estanterías y en los archivadores de la redacción, sin encontrar siquiera una mención al pueblo en cuestión. En aquel lugar no había pasado nada en los últimos cincuenta años, así que pensó que era el sitio ideal para pasar desapercibido. ¿Quién buscaría a alguien en un pueblo que, a efectos prácticos, parecía no existir?

A primera hora de la mañana del viernes, Bruno y Amaya se dirigieron al pueblo de montaña, tal como habían quedado. Bruno había elegido para viajar su «coche de espionaje», como lo llamaba Amaya. Era negro, con las ventanas tintadas, y parecía sacado de una película de detectives.

—Iba a pintar nuestro logotipo en las puertas: Santos&Rey Investigations—dijo él—. Pero pensé que llamaría demasiado la atención.

Amaya rio, pero estaba nerviosa y su risa sonó artificial. Bruno, en cambio, estaba ilusionado con la escapada al campo. Se lo tomaba como si de una excursión se tratara, porque creía que no iban a encontrar nada y que volverían a casa habiendo descubierto que Teresa enviaba dinero pendiente de algún chivatazo de los suyos. Le había dicho a Amaya que se preparara para todo: hijas secretas, amantes sin rumbo o perros mutantes. Quería hacerla reír de nuevo con su comentario, pero ella estaba ausente.

El lugar en cuestión solo tenía diez casas, dos calles principales y una pequeña iglesia. Una parte de Amaya se sintió decepcionada, pues había empezado a fantasear con que aquel pueblo no existía. Se había imaginado la escena en su cabeza: Bruno y ella llegarían al punto que les indicaba el navegador y allí no habría nada, seguirían investigando por la zona y encontrarían unas casas de madera abandonadas. En aquel punto había empezado a desvariar y se imaginó encontrando un portal a otra realidad, un dragón con la cola llena de pinchos y un gato parlante. Intentó regresar al mundo real y se concentró en mantenerse cuerda.

La oficina de Correos fue fácil de encontrar, pero la recepcionista los recibió con cara de pocos amigos.

—Buenos días —la saludó Bruno, haciendo uso de su encanto natural—. Necesitamos su ayuda, señorita...

—Dígamelo ya —lo apremió ella.

Bruno se quedó en silencio y Amaya tomó la iniciativa. Sacó unos papeles de su bolsillo, se acercó al mostrador y se los enseñó a la señora.

—Mi tía murió hace tres meses dejándome su herencia —le explicó Amaya—. Enviaba un sobre mensual a esta oficina de Correos el día uno de cada mes sin falta. ¿Sería posible que me dijera quién lo recoge?

—¿Ha traído su carné de identidad?

Amaya asintió mientras lo sacaba de su bolso para enseñárselo.

—Por supuesto que no —le contestó la señora, cruzándose de brazos—. Esa información es confidencial.

—Pero...

—Pero nada. ¿Qué se creen ustedes? No nací ayer. Sé leer, y veo que la señora que dice que es su tía no lleva los mismos apellidos que usted.

—Es mi tía política.

—Váyanse, o llamaré a la policía.

Amaya cogió sus papeles de encima del mostrador, indignada, se los guardó de nuevo en el bolsillo y salió de la oficina sin decir adiós.

—Qué tipa más maleducada —dijo Bruno siguiendo a Amaya, que se encaminaba hacia el coche.

Se detuvo de golpe y Bruno estuvo a punto de chocar con ella, pero se paró a tiempo. Amaya lo agarró del brazo y señaló a un señor que caminaba por la calle principal con una mochila a cuestas con el símbolo de Correos.

—Vamos a hablar con él —le dijo Amaya, emprendiendo de nuevo el camino.

El señor los saludó con mucha amabilidad y les preguntó si estaban haciendo turismo o se habían perdido.




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