Secretos del pasado. Valle de Robles 2

El cuerpo - Capítulo 8

Capítulo 8

 

El cuerpo

 

 

 

 

 

 

 

 

Amaya se despertó con la vibración de su teléfono, incesante, encima de la alfombra. Había dormido en casa de Teresa, pero lo había hecho en el sofá y dejando la luz encendida. Y pese a que aquel asiento tenía la función de ser cómodo, su diseño cuadrado y sus reposabrazos duros y pequeños le habían hecho pasar una noche difícil e incómoda. La mesita estaba demasiado lejos, así que había dejado su móvil en el suelo, encima de la alfombra romboide de colores pastel. Levantó su teléfono hasta su cara y esperó encontrar en la pantalla de su móvil el nombre de Bruno o el de Dan, pero la llamaba un número desconocido, así que se aclaró la voz y descolgó el teléfono.

—Buenos días.

—Buenos días, señora Santos. Soy el abogado del señor Reno, Arturo Román.

—Sí. Estaba esperando su respuesta respecto a concertar una entrevista con él —le contestó mientras se sentaba en el sofá.

—El señor Reno está dispuesto a hablar con usted, pero no le concederá una entrevista para su diario.

Amaya había usado la entrevista como excusa para acercarse a Reno, así que no le importó que no quisiera concedérsela.

—De acuerdo. Quiero escuchar su versión igualmente.

—Pero no podrá publicarla. Le haremos firmar unos documentos conforme no hará público nada de lo que le diga el señor Reno.

—No hay problema. ¿Cuándo puedo verme con él?

—Esta misma tarde podría recibirla. ¿Le va a usted bien a las cuatro?

 

 

En el mismo instante en el que Amaya puso los ojos en Reno, le vinieron a la mente los recuerdos de los últimos meses: el cuerpo de Teresa rodeado de sangre, Miguel tendido en el suelo en el claro del bosque, el frío de la madera en la espalda, el olor a humedad de la cabaña del bosque. Sintió el aire, hiriéndole los pulmones, y un pinchazo en el pecho. No quería parecer nerviosa, así que respiró hondo, contó hasta tres y dejó salir el aire despacio, dejando la mente en blanco y dispuesta a escuchar la versión de Reno.

Estaba muy delgado y parecía haber envejecido diez años en aquellos meses. Aquel hombre que tenía delante había matado a dos personas, pero estaba muy lejos de ser un asesino en serie o un loco; a Amaya le parecía más bien una víctima de una historia mucho más grande y compleja.

—Hola, Ami —la saludó él.

Ella no se dejaba llamar de aquel modo por nadie que no perteneciera a su círculo más cercano, pero no le dijo nada.

—Hola, Reno —le contestó a la vez que se sentaba en la silla, justo enfrente de él.

—Vienes a que te cuente lo que ocurrió con Sara.

—Sí. Vengo a escuchar tu versión.

—¿Vienes de parte de Saúl?

—No vengo de parte de nadie.

—Saúl no me ha visitado nunca desde que me trasladaron aquí. —Reno miró la mesa y de nuevo a Amaya—. ¿Qué quieres saber exactamente?

—Quiero hablar contigo de la investigación policial del asesinato de Sara. Tú la ayudaste a saber quién era.

—No sé qué puedo decirte sobre eso porque siempre fui un pringado en la comisaría, aunque sé que no era lo que parecía fuera de ella. Saúl no me dejaba hacer informes y nunca me contaba con quién hablaba ni qué investigaba. Lo poco que sé es porque lo miraba cuando él no estaba.

—Pero algo debías saber. Quién llevaba el peso de la investigación, con quién se reunía... Verías los papeles de la autopsia de Sara, ¿no?

—No. Saúl era el que lo controlaba todo y yo solo me dedicaba a pasearme a su lado.

—¿Y no investigaste esos papeles al menos? ¿Los de la autopsia?

—Me leí la autopsia de Sara, sí. Creo que ese día fue el que decidí que mataría a quien lo hubiera hecho. La pobre Sara tenía —Reno aguantó la respiración— la cara destrozada, el pelo sucio, las manos...

—¿Tenía la cara destrozada?

—Sí. Se lo habían hecho para que fuera difícil de reconocer, una vez que ya estaba muerta. El día que la encontraron entré en la funeraria, de madrugada. Mi amigo... Bueno, un amigo trabaja allí, en la recepción.

Amaya se tensó en su asiento.

—¿La viste?

—Quería despedirme —le respondió Reno—. Así que me llevó hasta el sótano y me abrió el depósito. Solo me dijo que era la puerta tres y se marchó. —El expolicía tenía los ojos empañados y parecía a punto de derrumbarse—. Abrí la puerta y saqué el cuerpo. Lo recubría una fina sábana de lino, áspera al tacto. Yo quería...

—Reno...

—Quería decirle adiós. —A Reno se le quebró la voz—. Pero no podía verla destrozada, así que cogí su mano entre las mías, le dije que encontraría a su asesino y volví a meterla en aquel puto congelador helado. No podía verla sin su preciosa cara, no podía...

—Lo entiendo. De verdad. —Amaya necesitaba más información, pero no sabía si Reno sería capaz de continuar hablando, porque a aquellas alturas de la historia él ya lloraba sin parar—. ¿Quién confirmó que era ella? ¿Sus padres?

Reno negó con la cabeza.

—¿Tú quién crees?

Amaya se encogió de hombros. Tenía sus sospechas, pero quería que él se lo dijera.

—¿Miguel?




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