El avión despegó en medio de una tarde gris. Leiliane observaba por la ventanilla cómo las nubes se convertían en un mar blanco, mientras Marta dormitaba a su lado y Samuel devoraba un libro de arqueología. El murmullo de los motores parecía un canto monótono, pero ella no podía cerrar los ojos.
Había dejado atrás el abrazo de sus padres adoptivos, el llanto de su madre oculto entre besos y la mirada firme de su padre, que por primera vez parecía resignado a confiar en ella. Ahora, con la frente apoyada en el vidrio frío, sentía que todo aquello era real: estaba viajando hacia lo desconocido.
—¿Nerviosa? —preguntó Marta al despertar, estirándose en su asiento.
—Un poco —respondió Leiliane, sonriendo débilmente—. Pero también emocionada.
—Si te mareas, me dices enseguida, ¿vale? —insistió su amiga, como una madre sustituta.
Leiliane asintió, aunque sabía que los mareos y los sangrados podían aparecer en cualquier momento. Era un precio que aceptaba pagar.
El aeropuerto estaba rodeado de colinas cubiertas de niebla. El aire helado golpeó su rostro apenas cruzaron las puertas de salida, tan distinto al clima templado de su país natal. Sus compañeros se quejaban del frío, pero ella, envuelta en su abrigo, lo sintió como una caricia revitalizante.
El profesor Álvarez los guió hacia un autobús que los llevaría al pueblo donde se alojarían. Durante el trayecto, Leiliane no pudo apartar los ojos de los bosques que se extendían a ambos lados del camino. Árboles altos y oscuros parecían custodiar secretos antiguos; algunos troncos retorcidos semejaban figuras humanas atrapadas en un grito eterno.
—Esto parece sacado de una novela gótica —murmuró, más para sí misma que para los demás.
Samuel, que iba sentado cerca, sonrió.
—O de una película de terror.
El profesor Álvarez, que escuchaba en silencio, añadió con voz grave:
—Ese castillo que verán al llegar lleva siglos deshabitado. Al menos, eso dicen los registros oficiales.
El comentario quedó flotando, dejando un eco incómodo en el grupo.
Al anochecer llegaron a un pequeño pueblo de calles empedradas y casas de techos inclinados. Los lugareños los observaban con recelo, como si los visitantes interrumpieran una calma ancestral. El aire olía a leña, a tierra húmeda y a un leve aroma metálico que Leiliane no supo identificar.
En la posada donde se alojarían, una anciana les dio la bienvenida con una sonrisa incompleta, sus ojos claros brillando a la luz de las velas. Tras entregarles las llaves, murmuró en un español quebrado:
—Tengan cuidado si caminan de noche… la oscuridad aquí guarda viejos secretos.
Antes de girarse, la mujer hizo discretamente la señal de la cruz y tocó el marco de madera de la puerta, como si con ese gesto quisiera protegerlos.
Algunos estudiantes rieron, pensando que era parte de la tradición local, pero Leiliane sintió que sus palabras y sus gestos tenían un peso real.
Ya en su cuarto, con el murmullo del viento colándose por la ventana, Leiliane no lograba dormir. Una punzada repentina en la nariz la obligó a tomar un pañuelo: otra vez la sangre. Se levantó para lavarse en el pequeño lavabo de cerámica, observando su reflejo en el espejo empañado. Su piel estaba aún más pálida bajo la tenue luz de la vela.
Entonces lo sintió: un escalofrío, como si alguien la estuviera mirando desde la oscuridad. Corrió la cortina y vio, más allá del pueblo y los campos, la silueta de un castillo recortada contra la luna. Sus torres se alzaban como garras en la neblina.
Leiliane se quedó inmóvil, con el corazón golpeándole el pecho. No era solo que el castillo la mirara; era la certeza irracional de haberlo visto antes, en algún sueño o recuerdo perdido.
Como si aquel lugar no fuera desconocido. Como si, de algún modo, ya la estuviera reclamando.
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Editado: 10.09.2025