Seducido por tu Sangre

Capítulo 4 – El príncipe de la penumbra

Las sombras se alargaban en los pasillos del castillo como venas oscuras que latían bajo la piedra. Kieran avanzaba en silencio, su capa rozando las losas antiguas. Cada paso devolvía un eco hueco, semejante a voces lejanas que murmuraban en un idioma olvidado.

El castillo era su refugio y su prisión, pero también parecía un cuerpo vivo que lo abrazaba y lo retenía al mismo tiempo.

En lo alto de la torre más antigua, se detuvo frente al ventanal. La neblina cubría el valle como un sudario, pero aun así distinguía el pueblo a los pies de la montaña. Entre aquella masa difusa de mortales, había sentido algo distinto: una presencia que lo había despertado de su letargo.

Un olor atravesó la distancia, cálido y vibrante en medio del aire frío. Sangre.

Pero no una sangre común. En ella había un pulso desconocido, como un fuego que podía romper la enfermedad que corroía a su linaje.

Desde hacía décadas, los vampiros de su clan sufrían un mal inexplicable. Sus cuerpos inmortales se marchitaban poco a poco: la piel perdía su fulgor, la fuerza se desvanecía, y muchos caían en un sueño del que nunca despertaban. Ni los sabios ni los alquimistas habían hallado remedio.

Kieran lo sentía en sus propias venas, como brasas que ardían sin dar calor. La sangre de los mortales ya no lo fortalecía: era solo un eco débil que apenas sostenía su existencia. Y sin embargo, aquella fragancia —aún tan lejana— había estremecido su ser como una llamarada en un mundo de ceniza.

Esa misma tarde, en la sala del trono, el consejo de los ancianos se reunió.

Figuras encapuchadas, con túnicas negras bordadas en símbolos arcanos, debatían en un murmullo inquietante.

—El príncipe debe alimentarse —dijo uno, de barba gris y voz grave—. La debilidad avanza.

—Pero la sangre ya no nos nutre como antes —replicó otro, con ojos hundidos—. No queda mucho tiempo.

—Si la estirpe muere, morirá con ella la memoria de la noche —añadió un tercero, golpeando el suelo con su bastón.

Kieran los escuchó desde su trono de piedra, los dedos crispados sobre los brazos tallados. No reveló lo que había sentido en el valle. No todavía. Porque, si aquella sangre era real, debía pertenecer únicamente a él.

Esa noche, el sueño lo arrastró como una marea. Y en medio de la penumbra, la silueta de una joven se dibujó ante él.

Cabello oscuro, mirada temblorosa, piel bañada por la luna. Caminaba entre los bosques sin miedo, aunque las ramas parecían inclinarse hacia ella como si la reconocieran.

Kieran extendió la mano, deseando rozar su rostro. La muchacha giró la cabeza y, por un instante imposible, sus ojos se encontraron. No había sorpresa en los de ella, sino un extraño reconocimiento, como si lo hubiera estado esperando.

El príncipe despertó con los colmillos expuestos, la respiración agitada, el pecho ardiendo.

No sabía su nombre, pero estaba seguro de algo: aquella joven era la llave.

Y en lo más profundo de su ser comprendió que una llave no solo abre la salvación… también puede abrir la condena.

El eco de su juramento aún ardía en su mente cuando Kieran descendió a las cámaras más profundas del castillo. Allí, en un salón silencioso iluminado por antorchas mortecinas, lo esperaba la figura de su padre: el rey Aldren, un vampiro de imponente estatura, pero cuya piel ya no tenía el fulgor de antaño.

El tiempo y la enfermedad lo habían doblegado. Sus ojos, antes tan intensos como el fuego, estaban apagados, y cada respiración parecía costarle un esfuerzo descomunal.

—Te he sentido inquieto esta noche —murmuró Aldren, su voz ronca como un susurro de huesos—. ¿Qué has visto, hijo?

Kieran dudó un instante. Su instinto le decía que guardara silencio, pero el peso de aquella visión lo empujó a hablar.

—Un sueño… no. Una revelación —confesó, clavando sus ojos en la penumbra—. Una joven. Su sangre… era distinta. Pura. Cálida. Y cuando la percibí, por un momento sentí que mi cuerpo… respondía. Que la enfermedad retrocedía.

El rey se enderezó con dificultad en su trono de piedra. Sus manos huesudas se aferraron a los brazos del asiento, como si aquella noticia le hubiera devuelto un destello de vigor.

—¿Una joven humana? —preguntó con un brillo febril en la mirada.

Kieran asintió.

—Ella es la clave, padre. Lo sé.

Un silencio pesado se extendió entre ambos. Entonces Aldren dejó escapar una carcajada amarga, seguida de una tos que lo obligó a llevarse un paño a los labios, manchado con un oscuro residuo carmesí.

—Los dioses de la noche son crueles —dijo al fin—. Nos envían la salvación disfrazada de tentación. Pero si esa joven es real, si su sangre puede devolvernos lo que perdimos… entonces no debemos dejarla escapar.

Kieran apretó los puños.

—Ella me pertenece.

El rey lo miró con severidad.

—No te equivoques, hijo. Si esa humana es la cura, será para todo nuestro linaje, no solo para ti.

Las palabras encendieron un fuego en el pecho de Kieran. La parte de él que era príncipe sabía que su deber era con su pueblo, pero la parte más oscura, la más profunda, rugía con un deseo egoísta: aquella sangre era suya. Solo suya.

Cuando la audiencia terminó, Kieran salió a los pasillos del castillo. El viento nocturno entraba por las ventanas abiertas, cargado de neblina.

Cerró los ojos, y otra vez sintió aquella fragancia, más clara, más fuerte. Estaba cerca.

La joven de su visión no era un sueño: ya había llegado al valle.

Y mientras el eco de la campana del pueblo sonaba a lo lejos, Kieran supo que el destino estaba en movimiento.

Pronto la encontraría.

Y cuando lo hiciera, ni siquiera su padre podría apartarla de él.




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