Sempiterno: Libro I

Ornamentos de desdicha

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El día de la boda había sido una increíble celebración, llena de un ambiente festivo y alegre. La princesa había sido vestida con un hermoso vestido blanco pomposo; su cabello negro había sido recogido y adornado con un larguísimo velo de novia. Sin embargo, Lilith lo odió. Toda su vida se imaginó en un vestido suelto, con su cabello largo desatado y sin velo. Ni siquiera eso la dejaron escoger. En cambio, se encontraba atrapada en una tela pesada que le recordaba su cautiverio. Todos los presentes notaron que ella no había seguido el protocolo de la vestimenta real; no llevaba puestas las famosas joyas rojas que la antigua reina siempre daba a la nueva reina. En cambio, llevaba joyería de color plata y un collar de piedras igual de azules que los ojos de Lilith.

La reina Leslie no pudo evitar disculparse internamente por haberla encerrado en una jaula de oro. Recordó su propia boda, donde el rey Carlo se rodeó de mujeres de forma inmediata tras iniciar la celebración, y también cuando, en la noche de bodas, llegó oliendo al perfume de otras.

Conforme pasaban los días, los invitados iban dejando el reino para regresar a sus hogares. El ambiente feliz se había desvanecido para Lilith. El ahora rey Stephan empezaba a actuar con demasiada confianza, llenándola de besos y caricias, y aunque ella correspondía sin poner trabas, se sentía incómoda. Semanas después, festejaron el cumpleaños número 19 del rey de forma privada, como parte de su luna de miel.

Todo había seguido su ritmo, hasta que regresaron de ese viaje y, tiempo después, Lilith empezó a negarse a pasar las noches junto a su esposo porque le aterraba la idea de quedar embarazada.

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— Princesa Lilith, necesitamos su presencia para arreglar los últimos detalles de su vestido —una de las damas de Lilith le hablaba con una sonrisa—. También la reina Leslie le mandará un par de joyas preciosas y muy especiales —con cautela y emoción, se acercó hasta ella y susurró—. Escuché que son joyas que han pasado de generaciones en generaciones. ¡Dios! ¡Sí que la quiere! —dijo lo último casi gritando.

— Claro que la quiero; es la futura esposa de mi único hijo —la reina de largos cabellos castaños entró a la habitación de manera silenciosa, asustando a la dama y haciéndola sonrojar por su descortesía—. Así que preferí entregárselas personalmente. Ven aquí.

Con las mejillas sonrojadas por la alegría que sentía, Lilith obedeció de inmediato, atendiendo al llamado de la reina, quien le pidió con señas que se sentara en un sillón junto a ella.

— Estas joyas, como ya le informaron, tienen años en la familia, y ahora te las daré a ti porque te considero una hija —llevaba en sus manos una pila de tres cajas, ordenadas de la más grande a la más pequeña. No quería avergonzar a Lilith frente a nadie, por lo que pidió a todos en la habitación que salieran y procedió a abrirlas—. El color rojo representa a las mujeres de este reino destinadas a ser herederas.

De la caja más pequeña sacó un anillo que tenía incrustado un hermoso diamante rojo y, a cada costado, tres brillantes diamantes blancos, junto a un par de pendientes con la misma piedra preciosa. La caja mediana contenía un collar lleno de diamantes y, en el centro, uno grande en forma de óvalo. El último era un adorno para el cabello de piedras preciosas variadas, todas rojas carmesí, por supuesto, y dos pulseras iguales al collar.

Sin duda, ver tales bellezas hacía que los ojos azules de la princesa brillaran de emoción al imaginarse con aquellas joyas que resaltarían entre el vestido blanco, pero lo más importante para ella era que la reina la había llamado su hija.

— Reina Leslie —ella, emocionada, tomó las cajas entre sus manos con cuidado de no tirarlas; su cabello negro quedó enredado entre ellas, pero no se quejó de los tirones que se dio. La emoción le ganaba en ese momento—. No sé cómo podré agradecerle todas sus atenciones.

— Lo harás siendo una reina adecuada para mi hijo y una esposa… comprensible —la sonrisa que se dibujó en su rostro parecía forzada, fingida. Sabía bien lo que le estaba pidiendo y se sentía miserable haciéndolo.

Ante aquellas palabras, Lilith perdió su propia sonrisa y pasó a fruncir el ceño sin poder evitarlo; podía imaginar por qué le pedía ser comprensible con su hijo.

— Sé lo que piensas acerca de mi esposo y sus múltiples concubinas —se detuvo un segundo para contemplar la expresión de desagrado que ponía la princesa; le recordaba tanto a ella de joven—. Espero que no sigas creyendo lo mismo; son más que amoríos, son una unión necesaria para el bienestar de nuestra gente. —Procedió a tomar una de las pulseras que venía en las cajas y, con una mirada difícil de descifrar, siguió hablando ante el silencio—. Todas las joyas son tuyas, excepto esta, que tendrás que dar como regalo a la primera concubina de mi hijo.

Lilith miró atentamente la pulsera que era suya y la alejó instintivamente con repulsión al pensar que tendría un par de pulseras a juego con la primera amante de su esposo.

— No tienes que preocuparte; los reyes jamás han aceptado una concubina plebeya o que pueda avergonzar a la reina. Tu orgullo no se verá afectado —la reina Leslie le acarició la mano con delicadeza, tratando de recuperar el ambiente ameno, pero Lilith se deshizo de su agarre—.




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