Sempiterno: Libro I

Era parte de mí

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La primera vez que Lisbeth vio a su madre golpear a alguien que no fuera a ella, fue la noche en que el príncipe Stephan la visitó para darle la noticia de que no se casaría con ella. La razón: el escándalo de su tía, la hermana menor de su madre, quien en ese preciso instante estaba recibiendo una golpiza por parte de su hermana mayor.

— ¡Le arruinaste la vida a mi hija! —gritaba la mujer mientras abofeteaba una y otra vez a su hermana—. Por tu culpa, el rey Carlo no la escogió. ¿Sabes cuánto sacrifiqué para que mi niña fuera la reina?

— ¡Tú ya te acostabas con el rey mucho antes! No pretendas que lo hacías por tu hija —gritó la otra, arrodillada en el suelo, cubriendo su vientre con ambas manos, intentando proteger a su bebé—. Todo esto es culpa tuya. Tú me casaste a la fuerza con ese viejo asqueroso, ¡a quien nunca amé!

— Gracias a ese "asqueroso" hombre, vestías ropas caros y comías en los mejores sitios, ¡maldita ingrata! ¿Qué te costaba seguir así? —le devolvió la madre de Lisbeth con veneno en la voz.

Lisbeth observaba la escena desde el sofá, distante, sin intención de intervenir. Siempre había considerado a su madre una mujer cruel, dispuesta a usar a cualquiera para lograr lo que quería, incluso a ella misma. Pero al final, sus métodos daban frutos. Su madre había casado a su hermana menor con un anciano rico, y a Lisbeth la había preparado para seducir al rey.

¿Por qué una niña de quince años tenía que saber seducir a los hombres? Lisbeth había aprendido desde pequeña que las mujeres hermosas tenían una poderosa arma: su físico. Y si sabías usarlo bien, el mundo estaba en tus manos.

— ¡Lisbeth! —Su madre la sacudió por los hombros, sacándola de sus pensamientos—. Escúchame bien, no pudiste ser la reina, pero tienes que asegurar tu lugar con Stephan. ¿Entiendes?

— El príncipe ha venido a verme para cortar toda comunicación, madre —dijo Lisbeth con la voz rota, sus ojos hinchados de tanto llorar. No amaba al príncipe por su poder o su riqueza; de verdad se había encariñado con él—. Quiere respetar a su futura esposa. No quiere ser como su padre.

— No seas ingenua —la mujer soltó una carcajada amarga—. Es hombre, y un hombre criado por Carlo... Stephan terminará buscándote. Y cuando lo haga...

— Yo no quiero ser como tú —interrumpió Lisbeth con firmeza—. No quiero ser una amante.

El golpe llegó con tal fuerza que le partió el labio.

— Cuando Stephan regrese, entenderás que a veces, incluso es mejor ser la amante que la esposa sufrida —la madre de Lisbeth sacudió la muñeca, adolorida por el golpe y, más aún, por las palabras de su hija—. Stephan te aprecia, pero ningún hombre, ni siquiera el más enamorado, deja de mirar a otras. Mucho menos un rey.

Lisbeth se aferró a la creencia de que Stephan era diferente. Con el paso del tiempo, esa convicción solo creció.

Intentó conocer a otras personas; incluso se comprometió una vez, pero ninguno de los hombres llenaba el vacío que Stephan había dejado. Tal vez porque ellos tenían familias funcionales, amorosas. Stephan y ella compartían algo más profundo: el dolor de haber crecido con padres ausentes y abusivos. Se entendían, sin juzgarse. Ella lo extrañaba.

Y cuando él regresó, cuando la buscó, su corazón se llenó de alegría... pero las palabras de su madre resonaron en su mente. La decepción la consumió al darse cuenta de que su madre tenía razón: ni siquiera Stephan era la excepción. Entonces decidió que, si todos los hombres eran iguales, ella se quedaría con el que amaba, con el que le habían arrebatado.

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La fría mañana se filtraba a través de una ventana mal cerrada, y un escalofrío recorrió el cuerpo de Lilith, obligándola a encogerse entre las mantas. Parpadeó lentamente, sacudiendo la neblina del sueño. Sus ojos se posaron en el rostro sereno de Michaelis, dormido a su lado. Sus pestañas largas, doradas como su cabello, descansaban sobre su piel pálida, ahora sonrojada por el frío. Había algo casi etéreo en su quietud.

Por un instante, Lilith sintió el impulso de acariciar su rostro, de trazar con los dedos el contorno de su mandíbula. Sin embargo, una oleada repentina de náuseas le revolvió el estómago, arrancándola de aquella calma y devolviéndola bruscamente a su realidad.

Se levantó de la cama con movimientos torpes y corrió al baño. Las arcadas retumbaron en la habitación, desgarrando el silencio.

El sonido despertó a Michaelis, quien se incorporó lentamente, todavía adormilado.

—Reina... ¿estás bien? —preguntó con la voz ronca, sus ojos pesados por la falta de sueño.

—Sí... —respondió Lilith desde el baño, aunque su voz sonaba débil, apagada.

Michaelis se quedó de pie junto a la puerta, inseguro. Quería preguntarle sobre lo sucedido el día anterior, pero temía empujarla demasiado. Sabía que los días venideros serían duros para ella, y las palabras parecían inadecuadas.

Finalmente, habló.

—Traje la droga abortiva. —Su tono fue suave, pero firme. Sus ojos permanecían fijos en la puerta del baño—. Debes tomarla hoy. Mi madre dijo que, si el embarazo avanza, será peligroso interrumpirlo.

Lilith no respondió de inmediato. Sus manos se aferraron al borde del lavabo, luchando por calmar el temblor en sus dedos. Sus pensamientos se agolpaban en su mente.

—Está bien. —Su voz fue casi un susurro—. Le pediré a Sofía que prepare un té y hierva las hierbas.




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