Sempiterno: Libro I

Entrega del alma

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Sofía Amatto había sido una de las candidatas para convertirse en la prometida del príncipe Stephan. Su belleza nunca estuvo en duda: su cabello rojizo caía en ondas brillantes sobre sus hombros, y sus ojos color chocolate siempre parecían cálidos y profundos. Era imposible pasar desapercibida, pero su indiferencia absoluta hacia el príncipe selló su destino. En medio de una conversación formal, Sofía simplemente se levantó y se fue, dejándolo plantado. Un acto de desdén imperdonable para la corte, suficiente para ser eliminada de la lista de candidatas.

Sus padres nunca la perdonaron. Cada palabra en casa era un reproche constante, un eco de lo que Sofía ya se repetía a sí misma. No entendía por qué era incapaz de sentir interés por ningún hombre. No solo era Stephan; ningún varón lograba despertar en ella ese fuego del que todas hablaban. Ni siquiera aquel joven del pueblo, con su sonrisa amable y su comportamiento caballeroso, logró conmoverla. Cuando él, con toda la dulzura posible, le confesó su amor, Sofía solo sintió una punzada de decepción.

¿Por qué no podía sentir lo mismo?

Esa duda la atormentaba. Creía que había algo roto dentro de ella, algo que la hacía incompleta. Esa sospecha se confirmó una tarde lluviosa.

Sofía se refugiaba bajo un pequeño techo de madera cuando la vio.

Una joven de cabellos negros como el ala de un cuervo, sueltos y pesados por la lluvia. Los mechones húmedos se pegaban a su rostro, resaltando el contraste de su piel de porcelana y esos ojos azules, tan intensos como un cielo despejado. La lluvia resbalaba por sus mejillas, pero no lograba opacar su belleza. Parecía etérea, irreal, como si no perteneciera a ese mundo.

Sofía contuvo el aliento.

La joven tropezó con ella en su prisa, empapada y jadeante. Aun así, se veía perfecta. Sus ojos mostraban pánico.

—¡Por favor, no me delates! —susurró la desconocida, mirando detrás de ella.

Fue entonces cuando Sofía notó a los guardias reales que la buscaban.

Algo se encendió en su interior. Sin pensar, tomó su mano.

—Ven conmigo.

La condujo por un angosto callejón, tan estrecho que las armaduras de los guardias no podían seguirlas. Solo cuando estuvieron a salvo, la joven se dejó caer, exhausta, sobre el barro.

—Gracias. —jadeó, intentando recuperar el aliento—. Solo quería ver a mi padre… pero esos hombres no me dejan.

Sofía permaneció en silencio, incapaz de apartar la mirada de sus labios, tan rosados por el frío como sus mejillas. No podía comprender por qué sentía aquel vuelco en el pecho.

—Odio ser princesa. —La joven suspiró, dejando caer la cabeza hacia atrás, sin preocuparse por el lodo que manchaba su vestido.

¿Princesa?

Sofía parpadeó, atónita. ¿Era ella Lilith Crisantemo? La heredera.

—Lamento que te hayan elegido. —susurró Sofía sin pensar—. Yo pude salvarme.

Lilith giró la cabeza, intrigada.

—¿También te postularon?

Sofía reflexionó un instante. En realidad, no era ella quien había decidido presentarse; sus padres la habían ofrecido como carne fresca, sin opción de elección. Pronto se dio cuenta de que ella no era como las demás: pensaba por sí misma y no temía perder los modales.

— Sí, mis padres lo hicieron. No entiendo qué le ven al príncipe —reclamó, mirando al cielo.

— Bueno… es lindo, ¿no? Y amable una vez que lo conoces —Lilith se sonrojó y sonrió de nuevo.

Sofía sintió una punzada de decepción; Lilith no la entendía del todo. A ella sí le había gustado el príncipe Stephan, sí sentía interés por los hombres.

— No creo que pueda llegar a mi antigua casa en este estado. Mi madre no me hablará más —suspiró, sintiendo una profunda añoranza por ver a su padre—. Y cargué tantos regalos para ellos.

Lilith llevaba a sus espaldas una bolsa que parecía pesada.

— Tengo que regresar al palacio, pero muchas gracias —su sonrisa era tan bonita como el resto de ella. Se levantó y trató de limpiarse la suciedad de las manos en su vestido.

— Espera —Sofía no quería que se marchara; no quería dejar de verla—. Llevaré tus cosas. ¿Dónde viven tus padres? —ofreció, buscando cualquier excusa para retenerla un par de segundos más.

— ¿En serio harías eso por mí? —Los ojos de Lilith se llenaron de lágrimas—. Oh Dios, qué vergüenza. Perdón, es que realmente quería ver a mi papá.

Sofía negó con la cabeza, haciendo saber que no debía apenarse. Tomó la mochila de la princesa y memorizó la dirección que esta le proporcionó.

— ¿Cuál es tu nombre? Te voy a compensar —prometió Lilith, sonriendo con gratitud.

— Sofía Amatto —respondió, sonriendo por impulso; la princesa tenía la sonrisa más hermosa que jamás había visto.

— ¡Te buscaré, Sofía! —Lilith tomó sus manos en agradecimiento antes de salir corriendo por el estrecho callejón.

Sofía se dirigió en la dirección opuesta, absorta en sus pensamientos sobre la belleza de la princesa. Tras un rato de caminar, llegó a la dirección que le había dado. Allí, entregó la mochila a un hombre alto con los mismos ojos azules que los de Lilith. Él le agradeció y, como recompensa por su favor, le regaló un pequeño anillo.

Esa fue la primera vez que Sofía vio a Lilith, y, como había prometido, la princesa la buscó tiempo después.




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