Sempiterno: Libro I

Reencuentro

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Lisbeth se encontraba inquieta en su habitación, ubicada en el palacio de Lilith, quien aborrecía su presencia en cualquier circunstancia. La reina había desaparecido, y su esposo, Stephan, la estaba encubriendo. La mente de Lisbeth se llenaba de preguntas: ¿por qué lo hacía? Si Lilith había huido, era la excusa perfecta para desterrarla o incluso matarla. Sin embargo, la amenaza de Stephan seguía resonando en sus oídos: si decía algo, la echaría del palacio. Angustiada, decidió salir a dar un pequeño paseo por el jardín, aprovechando que la reina no estaba y que no había nadie que la detuviera. Se vistió con un ligero vestido de color rosa pastel, amarró su largo cabello rubio en una coleta, adornada con una peineta de diamantes, y salió de su habitación.

— Lady Lisbeth. —La voz grave y cortante de Carlo resonó en el pasillo, deteniéndola en seco.

Lisbeth giró con rapidez, forzando una sonrisa encantadora, esa que sabía usar para ganarse la aprobación de los hombres poderosos. Sabía que, al no ser la esposa legítima de Stephan, su lugar en el palacio era frágil, tan volátil como el aire que respiraba.

— Oh, padre. —Su voz fue melosa, controlada—. ¿Cómo se encuentra?

Carlo la observó detenidamente, su mirada evaluadora recorriéndola sin ningún pudor.

— Mucho mejor ahora que te veo. —Una sonrisa ladeada apareció en sus labios, cargada de un afecto inquietante—. Iluminas este palacio frío con tu calidez. Eres todo lo que una mujer debería ser: gracia, belleza… y sumisión. Muy distinta a la fría reina Lilith.

Lisbeth reprimió una mueca de desagrado.

— Gracias. —Soltó una risa ligera, aunque en su interior bullía la frustración. ¿Por qué, si era tan perfecta, no había sido suficiente para que Stephan la eligiera?—. Aunque la reina también es hermosa.

— Definitivamente. —Carlo suspiró, pero fue un suspiro cargado de desprecio—. Pero es irreverente. Una reina debe saber cuál es su lugar.

Se acercó lentamente, y sin previo aviso, dejó que su mano rozara con fingida delicadeza el brazo de Lisbeth.

— Tú, en cambio, sabes ser... —su tono se volvió más bajo, más denso—. Complaciente.

Un escalofrío recorrió a Lisbeth. Carlo siempre le había parecido repulsivo. Esa mirada lasciva que dirigía a las mujeres bonitas, incluso a Lilith, la enfermaba. ¿Stephan había notado alguna vez esa mirada en su propio padre?

— Haría lo que fuera por el rey. —Se apartó con suavidad, pero firmeza, dejando claro que su devoción era solo para Stephan—. Disculpe, necesito despejarme. Me daré un paseo por el palacio.

Dio un paso atrás, pero Carlo no parecía dispuesto a dejarla ir tan fácilmente.

— Lisbeth. —Su tono fue más pesado, casi paternal, aunque cargado de veneno—. Sabes bien que Lilith puede recuperar a Stephan cuando lo desee.

Sus palabras la golpearon como un latigazo.

— Tú eres complaciente, sí, pero ella es… —una pausa calculada—. Inteligente.

Lisbeth sintió la rabia escalar en su pecho. Su rostro, usualmente compuesto, se tensó. ¿Cómo se atrevía a insinuar que era inferior a esa mujer?

— Deberías aprovechar las oportunidades que se te presentan. —La voz de Carlo se tornó más baja, más íntima. Sus ojos, oscuros y calculadores, la taladraban—. Cada esfuerzo tiene su recompensa.

Levantó una mano y, con una suavidad perturbadora, acarició su mejilla.

— Quizá puedas ser tú la primera emperatriz de Viechny… y no Lilith.

Lisbeth se quedó helada.

— ¿Perdón? —su voz apenas salió, incrédula.

Carlo sonrió.

— Pronto este reino dejará de ser un simple reino. —Su sonrisa se amplió, oscura—. Será el único imperio.

Las palabras resonaron como un eco en la mente de Lisbeth.

— ¿Entrarán en guerra contra Angelis? —preguntó, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda.

Carlo inclinó la cabeza, acercándose lo suficiente como para que su aliento cálido le rozara la piel.

— ¿Dudas del poder de tu reino? —La cercanía era sofocante.

Lisbeth negó lentamente, aunque el miedo se anudaba en su estómago. Sabía que Angelis no era un enemigo fácil. Su dominio de la magia era un misterio peligroso.

— Tu madre te educó bien. —susurró Carlo, sus ojos fijos en ella—. Y estoy seguro de que sabrás usar tus encantos para obtener lo que quieres.

La mano de Carlo descendió lentamente por su brazo antes de apartarse.

— Recuerda, Lisbeth… —Su voz fue un susurro venenoso—. El trono no siempre pertenece a la esposa. A veces, la verdadera reina es quien sabe jugar sus cartas.

Lisbeth se quedó congelada, sintiendo cómo la insinuación venenosa de Carlo se le atoraba en la garganta. La indignación le subió como fuego por las venas. Por un momento, imaginó con satisfacción cómo sería estamparle un puñetazo en la mandíbula.

Pero entonces, el sonido de pasos metálicos interrumpió su fantasía.

— Buenos días. —La voz firme de un caballero resonó en el pasillo. El hombre al frente se retiró el yelmo, dejando ver su rostro endurecido por el viaje.

Carlo giró lentamente, su figura imponente bloqueando la presencia de Lisbeth.

— En qué mal momento llegas, Víctor. —El desdén goteaba en cada palabra, aunque su tono mantenía la formalidad—. Dile a tu subordinado que lo espero en la habitación contigua a la mía. Tú puedes ir a descansar.

Sin esperar respuesta, Carlo le dio una palmada seca en el hombro y desapareció por el corredor, dejando tras de sí un aire denso y opresivo.




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