El nombre de Thais, que significa “la flor más bella”, era una descripción perfecta para ella. Con su piel albina y ojos color ámbar, su belleza era incomparable, pero para Thais, esa bendición siempre había sido una maldición. Su aspecto único la había convertido en un objetivo desde muy joven. Provenía de una clase baja y, siendo huérfana, había luchado para sobrevivir desde que tenía memoria. Su fragilidad aparente escondía un corazón endurecido por los años de abuso y desconfianza, construidos a base de lecciones dolorosas.
Pero todo cambió el día que conoció a Nicolás D'Angelo, un príncipe que había renunciado al trono en busca de sus propios sueños. Fue en un puerto, bajo el resplandor del amanecer, cuando sus caminos se cruzaron por primera vez. Nicolás quedó hipnotizado al verla. Sus cabellos blancos y su mirada felina lo hicieron pensar que se encontraba frente a una criatura mítica, una sirena. Para Thais, él no era más que otro hombre, y su trato cálido no fue suficiente para disolver sus muros al principio. Pero Nicolás persistió, con una dulzura que parecía sincera y una admiración que no se limitaba a su belleza.
Con el tiempo, Thais comenzó a confiar en él. Cada encuentro, cada palabra y cada caricia la convencieron de que podía creer en algo más grande que la supervivencia. Pronto, comenzaron a verse a escondidas, no por vergüenza de Nicolás hacia ella, sino por el peligro que representaba su hermano gemelo, Dylan D'Angelo.
Dylan era la sombra oscura de Nicolás: ambicioso, cruel y acostumbrado a tomar lo que deseaba. Siempre había codiciado lo que Nicolás poseía, y cuando descubrió las escapadas secretas de su hermano, decidió seguirlo. Al ver a Thais, su fascinación fue inmediata. Sus cabellos ondulados y blancos, su mirada felina y su cuerpo voluptuoso despertaron en él un deseo insaciable.
Con el veneno de la envidia corriendo por sus venas, Dylan urdió un plan. Un día, simplemente se hizo pasar por Nicolás. Con su voz similar y gestos ensayados, engañó a Thais, quien, cegada por el amor, no percibió el cambio. Dylan tomó lo que no le pertenecía y luego la llevó al palacio, declarándola su concubina.
Cuando Nicolás la encontró junto a Dylan, el odio en sus ojos fue suficiente para devastarla. Thais, paralizada por la culpa, no se defendió. Nunca había reconocido a Dylan en su engaño y ahora se creía indigna de Nicolás. Aceptó su cruel destino, resignada a vivir bajo la sombra del hombre que la había destruido.
El tiempo no alivió su dolor. Dylan, al descubrir que estaba embarazada, no pudo estar más feliz. La mantuvo a su lado, proclamando que el niño aseguraría su legado. No podía hacerla emperatriz por su origen plebeyo, pero eso no le importaba: Thais y el bebé eran suyos, y eso era suficiente para él.
En la soledad de su habitación, Thais acariciaba su vientre mientras lágrimas silenciosas rodaban por sus mejillas. Nadie sabía la verdad que la atormentaba, el secreto que guardaba con un amor tan profundo como su sufrimiento.
El niño que crecía dentro de ella no era de Dylan.
Era de Nicolás, el único hombre al que había amado realmente.
—Perdóname, mi pequeño —susurró, con el corazón roto—. Haré lo que sea para protegerte. Incluso si eso significa vivir bajo la sombra de tu peor enemigo.
Ese secreto sería su carga y su redención. Porque aunque el mundo la había condenado, su hijo sería su esperanza, su única flor en medio del desierto.
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Leo se despertó llorando. Era frecuente que, por aquellas fechas, los recuerdos de su madre lo acosaran en sueños, especialmente aquel último momento en el que la había visto tan fuera de sí, siendo solo un niño. Su cuerpo aún temblaba, y un vacío lo oprimía por dentro mientras intentaba recomponerse.
Al abrir los ojos, la vio. Lilith estaba allí, observándolo en silencio. Su presencia era inesperada, pero no molesta.
—¿Tuviste un mal sueño? —preguntó ella con voz suave, dejando entrever más empatía que curiosidad.
Había estado buscando los archivos que debía entregar al emperador Alessandro sobre las armas, pero al pasar cerca del jardín, lo había encontrado durmiendo en una de las orillas del palacio, bajo el resguardo de un árbol.
Leo la miró con una mezcla de sorpresa y desconcierto, antes de evadir la pregunta con una respuesta que pretendía ser ligera:
—¿Por qué está aquí mirándome? —fingió restregarse los ojos, como si el cansancio fuera la única razón de su vulnerabilidad—. ¿Es acaso una pervertida?
Lilith arqueó una ceja, pero no se dejó intimidar por su humor defensivo.
—Oh claro, es muy excitante ver hombres llorar mientras sueñan, Sir Leo —respondió con una sonrisa tranquila, acostumbrada ya a su peculiar manera de esquivar lo obvio—. Aunque debo decir que usualmente las personas duermen en sus habitaciones, ¿sabes?
Leo suspiró, como si las paredes que había intentado construir con su humor comenzaran a resquebrajarse.
—Yo no —murmuró con la voz adormilada, sin mirarla—. Cuando era un niño, el emperador me encerró en una durante meses e intentó matarme. Después de eso, dormí en el jardín con mi madre por un tiempo.
Lilith sintió el peso de sus palabras, pronunciadas con una aparente indiferencia que no lograba ocultar el dolor detrás de ellas. Por un momento, se olvidó de los documentos que debía entregar. Algo en su corazón la empujaba a quedarse allí, a brindarle un espacio seguro, aunque fuera por unos minutos.
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Editado: 21.01.2025