Sempiterno: Libro I

Manchas de culpa

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Michaelis apenas podía soportar la ansiedad que crecía en su pecho. Cada latido de su corazón resonaba como un tambor en sus oídos mientras su caballo galopaba a través de las ruinas. Su mente era un torbellino: la pelea con Lilith, la insensatez de haber desconfiado de ella, y el miedo de haberla dejado sola en el peor momento. El aire fresco de la tarde se sentía sofocante, cargado de una urgencia que no podía ignorar.

Justo entonces, un destello fugaz en el anillo que llevaba en la mano captó su atención. Era una señal, pero no de Lilith, sino de Leo. Michaelis sintió un escalofrío al entender lo que eso significaba: Leo, uno de los hombres más temibles que conocía, le estaba pidiendo ayuda. Algo debía haber salido terriblemente mal, algo que ni él ni Lilith podían enfrentar solos. Ese malestar latente se transformó en pánico, y sin perder más tiempo, dirigió su caballo hacia las cuevas del dragón, rogando en silencio que aún no fuera demasiado tarde. Necesitaría toda la ayuda que tuviera a su alcance.

Cuando llegó, desmontó de un salto, apenas sintiendo el suelo bajo sus pies mientras corría hacia la entrada de la caverna.

—¡Dragón! —gritó, la voz aguda y quebrada por la urgencia—. ¡Necesito tu ayuda! ¡Aparece!

Durante unos instantes, solo escuchó el eco de sus propias palabras en el oscuro vacío de las cuevas. Pero luego, un movimiento al final de la caverna le indicó que no estaba solo. El imponente dragón emergió de las sombras, observando a Michaelis con ojos chispeantes de interés y burla.

—¿Por qué tanto escándalo, príncipe? —preguntó el dragón, dejando escapar una carcajada ronca—. ¿Acaso tu princesita ha descubierto la verdad?

Michaelis frunció el ceño, confundido, incapaz de comprender lo que quería decir. La mirada del dragón se hizo aún más penetrante, como si estuviera disfrutando de su desconcierto.

—¿Qué… qué verdad? —balbuceó Michaelis, inseguro y temeroso de que el dragón no cumpliera con la ayuda prometida.

—Oh, pequeño príncipe, parece que te han dejado fuera de los secretos más oscuros —respondió el dragón con una sonrisa que mostraba sus colmillos afilados—. Hace muchos años, el padre de esa princesita fue entregado a mí como comida. Los reyes se sintieron amenazados por aquel humano, y me temo que su sacrificio se realizó para asegurar el casamiento de Lilith. Ellos sabían que la sangre de los Crisantemo es exquisita. Dime, príncipe, ¿no acaso han querido obligar a tu Lilith a procrear?

Michaelis sintió que el estómago se le revolvía. Intentó procesar lo que el dragón acababa de decir, pero el impacto de la revelación le dejó sin aire. ¿El padre de Lilith, asesinado por Stephan y su padre? ¿Sacrificado al dragón para quitarlo de su camino?

La idea de que el padre de Lilith hubiese sido sacrificado y que ella ahora supiera la verdad lo aterrorizaba. Todo cobraba sentido: su desasosiego, la señal de Leo, el motivo de aquella solicitud urgente de ayuda. Si Lilith había descubierto esta atrocidad, la traición de Stephan no solo sería motivo de odio y desesperación para ella, sino que sería su ruina emocional. Michaelis debía llegar antes de que ella se hundiera en la desesperación o tomara una decisión precipitada.

El dragón, al ver la expresión de horror de Michaelis, ladeó la cabeza con cierta diversión, pero había una sombra de preocupación en su mirada.

—Aún tienes tiempo, príncipe —murmuró—. Mi promesa sigue en pie, y es en mi interés que tu princesita sobreviva para cobrarla. Sólo su sangre es capaz de soportar la magia y si ella muere, desaparecerá su descendencia y con ello, mi oportunidad de descansar.

—¿Eso es lo que quieres? ¿Usarla para conseguir tu libertad? —preguntó Michaelis, reprimiendo su enojo pero sintiendo la urgencia pulsar en cada palabra.

El dragón lanzó una carcajada áspera que resonó en las montañas y luego, en tono burlón, agregó:

—Precisamente, y te sugeriría que dejes de cuestionar mis motivos —respondió el dragón, sin perder la calma—. Mientras tú sigues debatiéndote en tu propia miseria y arrepentimiento, ella corre el riesgo de morir.

Sin perder un segundo más, Michaelis montó de un salto sobre su caballo y le dio un fuerte tirón a las riendas, obligándolo a un galope furioso para no perder de vista al dragón que surcaba el cielo con rapidez devastadora. El viento azotaba su rostro, y cada paso del caballo era como un eco sordo de la creciente urgencia en su pecho. Sabía bien lo que implicaba el vínculo entre el dragón y Lilith: ella sería el recipiente de la magia que aquella bestia cargaba, su ancla para trascender finalmente hacia la muerte.

Michaelis sintió que una oleada de inquietud lo atravesaba mientras seguía al dragón a un ritmo vertiginoso. El viento helado le golpeaba el rostro, y su mente giraba en una espiral de preguntas y desesperación. Tenía que llegar a tiempo. Las palabras del dragón, como una revelación inesperada, le habían descolocado.

—¿Por qué lo sabías? ¿Cómo es que puedes sentir cuando Lilith está en peligro? —Michaelis casi tuvo que gritar para hacerse escuchar sobre el sonido del galope y el aleteo poderoso de las alas del dragón.

El dragón apenas se giró para mirarlo, lanzándole una sonrisa que dejaba entrever más de lo que decía.

—Porque, cuando toqué su frente aquella vez —respondió en tono casi burlón— establecí una conexión. Así podría saber si algún día algo la ponía en peligro… No por compasión, por supuesto —se rio en una especie de bufido irónico—. Sino porque ella es mi única posibilidad de ser libre, de terminar con esta condena de siglos y finalmente descansar. La muerte me ha sido negada durante demasiado tiempo.




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