Sempiterno: Libro I

Búscame

AD_4nXfXQboSl9n2koa1VQFg6UTQED4JN7ubjhgEG7MfJRTIfKzFxsWBfesCUmz_xy_TiPDx-2Rz8TNI76R1A3PnNUvLYEHzLut6_43CGaWTza0fVERvQfqC7L7f86ghhWRRquS8sYYj6uFRm86B17RZRPAV8HoQ?key=oMpBIB1LNM0xm45d198Vzw

Lisbeth, apenas contenía la exaltación que le llenaba el pecho; sus manos temblaban con emoción mientras avanzaba por los pasillos en dirección a la guardia. Se detuvo un momento, levantando los brazos en un gesto de triunfo mientras murmuraba con una sonrisa peligrosa:

—Al fin... al fin todo será mío.

La risa que dejó escapar era apenas audible, un eco íntimo de sus pensamientos mientras caminaba, cada paso más ligero. Su rostro irradiaba felicidad; incluso los sirvientes que se cruzaban en su camino la miraban con extrañeza, incapaces de entender qué podía hacerla tan alegre en un palacio donde los rumores de muerte y juicio envolvían a la realeza.

Entonces, divisó a Víctor y corrió hacia él. En su frenesí, se lanzó a sus brazos, olvidando por completo cualquier protocolo o decoro. Víctor, desconcertado, la atrapó al instante, manteniéndola firmemente entre sus brazos. Por un segundo, una ola de emociones lo desbordó, y en su mente apareció el pensamiento que siempre reprimía: ese bebé que Lisbeth esperaba debería ser suyo, no de Stephan. Debería ser él quien la llamara esposa, no solo amante.

Sacudió la cabeza, apartando aquellas ideas con esfuerzo, y se enfocó en la mujer frente a él. Sin embargo, sus brazos seguían firmes alrededor de Lisbeth, quien lo miraba con un brillo particular en los ojos. Al verla tan feliz, no pudo evitar la preocupación de que alguien los viera, pero el instante era demasiado íntimo y avasallador como para soltarse.

—¿Qué sucede, Lisbeth? —preguntó, tratando de sonar tranquilo mientras sus dedos trazaban suavemente la línea de su espalda, apenas percibiendo la suavidad del vestido que la cubría—. ¿Por qué estás tan feliz?

Lisbeth se separó un poco de él, aún sin borrar la sonrisa de sus labios, y alzó la barbilla, con la voz cargada de entusiasmo.

—Lilith… al fin recibirá lo que se merece. —Se inclinó hacia Víctor, susurrando con un placer casi macabro—. Será ejecutada. Y después de eso…

Ella dejó sus palabras al aire. Víctor la miró, parpadeando como si intentara comprender el cambio en ella, esa crueldad que jamás había visto tan claramente en su rostro. A pesar de las dudas que lo azotaban, se dijo que debía haber una razón detrás de sus intenciones, algo que él no lograba entender. Pero Lisbeth… Lisbeth nunca se equivocaba, ¿verdad?

Lisbeth se separó de su abrazo, extendiendo la carta frente a él, sus manos aún temblando, pero esta vez con una satisfacción profunda. Su mirada era casi hipnótica mientras sus dedos rozaban el papel, como si este fuera un trofeo en sí mismo, algo que atesoraba.

—Mira, Víctor —susurró, aún con ese tono de felicidad contenida, sus ojos resplandeciendo con un brillo frío—. Esta carta es la prueba de su traición, ¿entiendes? Esta reina, que el rey y tantos adoraron, tenía los días contados… ella se lo buscó.

Con voz pausada, comenzó a leer en voz alta, con una teatralidad que solo alimentaba su propia satisfacción. Cada palabra de la traición de Lilith, cada confesión escrita en ese papel, cobraba vida con la entonación que Lisbeth le daba, transformando el contenido en una especie de sentencia que ya había sido emitida. Se detuvo un momento, inhalando el aire con una sonrisa de deleite.

—No te das cuenta, Víctor, de lo que significa esto —añadió, sus ojos clavados en él—. Todo este reino… la seguridad de mi hijo… la corona.

Víctor escuchaba en silencio, embelesado y, a la vez, atrapado en una inquietud que no alcanzaba a comprender del todo. Veía cómo el papel en las manos de Lisbeth era como una especie de llave hacia el poder que ella deseaba; sin embargo, una parte de él dudaba. ¿Era correcto? ¿Estaba cegado por el amor que sentía? Pero, cuando la veía tan decidida, esa duda parecía desvanecerse.

—Víctor, ha llegado el momento. El rey Stephan ha accedido, y Lilith será ejecutada. —Su voz temblaba de júbilo contenido—. Quiero que seas tú quien lo haga… junto a mí.

Víctor la miró, sus ojos fijos en los de Lisbeth, buscando en su rostro alguna señal de duda, de remordimiento, de humanidad que lo librara de aquella carga. Sin embargo, solo encontró en ella una determinación fría y resuelta, una intensidad que lo cautivaba y lo aterraba al mismo tiempo. Lisbeth se acercó más, sus manos acariciando las de él, mientras sus labios formaban una sonrisa casi cruel.

—¿Estás segura de que deseas… verla morir con tus propios ojos? —murmuró él, intentando comprender si en algún rincón de su corazón ella podría albergar algún otro sentimiento hacia la reina.

Lisbeth asintió con una seguridad implacable, sin una pizca de duda en su rostro.

—¡Claro que estoy segura, Víctor! —respondió con firmeza, casi con impaciencia—. Esa mujer me quitó todo lo que merezco, mi lugar en el trono, mi posición. Nunca debió ser reina, nunca debió ocupar el lugar que siempre debió pertenecerme. Quiero verla caer, quiero verla en el suelo… y saber que su vida se apagó frente a mis ojos.

Víctor tragó saliva, sintiendo el peso de aquella petición. Había derramado sangre antes, tantas veces, cumpliendo órdenes sin cuestionarlas. Pero esta vez, se sentía diferente. Lilith… era la reina. La recordaba, tan serena y digna, una mujer que, aunque ahora traicionaba al reino, no le había hecho nada a Lisbeth. Era la amante de Stephan quien había irrumpido en la vida de la reina, quien la había herido sin piedad. Pero los ojos de Lisbeth se posaron en él, llenos de una expectativa que le exigía una respuesta. Y en ese momento, él recordó por qué había hecho tantas cosas imposibles, por qué había seguido ciegamente a Lisbeth: porque no podía negarle nada. Porque en el fondo de su ser, su amor por ella superaba cualquier escrúpulo o temor que pudiera tener.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.