El jardín del palacio del rey lucía inusualmente silencioso. Los árboles se mecían suavemente bajo la brisa, y el aroma de las flores comenzaba a desvanecerse con la llegada del atardecer. Lilith había buscado refugio allí, lejos de las miradas y los murmullos del palacio. Su mente era un torbellino de pensamientos: Aún no había tenido el valor de buscar a Michaelis y preguntarle... todo.
El crujido de hojas la sacó de sus pensamientos.
—Qué inesperado encontrarla aquí, su majestad. —La voz de Lisbeth era tan melosa como el veneno.
Lilith giró lentamente, encontrándose con la silueta de Lisbeth, que avanzaba con una mano descansando con delicadeza sobre su vientre, resaltando el abultado embarazo bajo un vestido ajustado en tonos crema. Su piel parecía brillar bajo la luz dorada del sol que se apagaba.
—Los jardines son para todos, Lisbeth. No monopolizas el aire fresco.
Una sonrisa torcida se dibujó en los labios de la concubina.
—Claro, claro… solo pensaba en lo solitario que debe ser pasear aquí, especialmente cuando se tiene tanto tiempo libre. —Sus dedos acariciaron distraídamente su vientre, como si eso bastara para recordarle a Lilith lo que había perdido—. Me pregunto cómo se sentirá tener ese vacío… esa ausencia. Debe ser difícil, ¿no?
El tono casual de Lisbeth era una daga oculta. Lilith sintió un leve escalofrío, pero se mantuvo firme, sus ojos azules fríos como el hielo.
—¿Siempre disfrutas de provocar a los demás o solo a las mujeres que sientes como una amenaza?
Por un segundo, el rostro de Lisbeth vaciló. La sombra de un recuerdo incómodo cruzó por sus ojos, pero se recompuso rápidamente.
—No es provocación, su majestad. Solo hago notar lo evidente. —Su sonrisa se ensanchó—. Después de todo, el príncipe Michaelis no parece muy interesado en consolarla últimamente. Aunque, claro, usted sí parece… enganchada a él. ¿Es amor? ¿O simple desesperación por atención?
Lilith respiró hondo, conteniendo la oleada de ira. No le haría el favor de alterarse. En su lugar, ladeó la cabeza con serenidad.
—¿Y tú? —preguntó, su voz tan suave como el viento, pero con el filo de una cuchilla—. ¿Estás segura de que Stephan te ama?
El golpe fue directo y certero. La sonrisa de Lisbeth se congeló apenas un segundo. Un fugaz destello de duda cruzó sus ojos, tan rápido que cualquiera podría haberlo pasado por alto. Pero Lilith no. Ella lo vio.
Lisbeth apretó los labios, recuperando la compostura, pero el daño estaba hecho.
—Por supuesto que me ama. —Su respuesta fue automática, casi mecánica. Pero no sonó convincente ni para ella misma.
Lilith mantuvo la mirada fija en Lisbeth, pero su tono se suavizó, casi imperceptiblemente.
—¿De verdad? ¿Crees que eso es amor? —La voz de Lilith se deslizó como un susurro gélido entre ambas, tan suave como afilada. Dio un paso hacia Lisbeth, y sus ojos grises, serenos pero implacables, la atravesaron con una mirada que desnudaba cada rincón de inseguridad.
Por un instante, Lilith dudó de sus propias palabras. Recordó cómo había visto a Stephan y Lisbeth juntos, cómo él la miraba con una devoción que nunca le había mostrado a ella. Pero esa vacilación se desvaneció cuando notó las sutiles marcas en las muñecas de Lisbeth, rastros tenues que apenas comenzaban a borrarse. Huellas que conocía demasiado bien.
Lilith inclinó apenas la cabeza, con una frialdad contenida.
—Yo también solía creer que me amaba. —Su voz se quebró sutilmente, un temblor casi imperceptible—. Que solo... no sabía cómo demostrarlo.
La confesión quedó suspendida en el aire, como un filo invisible que cortó la distancia entre ellas.
Por primera vez, Lisbeth no tuvo una respuesta. Las palabras de Lilith se filtraron por las grietas de su orgullo, trayendo consigo recuerdos que había intentado enterrar. La forma en que Stephan la había tomado sin cuidado, la manera en que sus promesas dulces se convertían en órdenes frías. La presión de sus manos, la brusquedad de sus gestos, y la fría indiferencia después del placer.
¿Eso era amor?
¿O solo una ilusión que ella misma había construido?
Lisbeth mordió su labio inferior, con fuerza, hasta sentir el leve sabor metálico de la sangre. Era el único dolor que podía controlar en ese momento. No iba a dejar que Lilith la viera quebrarse. No ahora.
Lilith la observó en silencio, percibiendo la sombra de duda que parpadeó en los ojos de Lisbeth. No buscaba compasión ni venganza. Solo había arrojado la verdad, desnuda y cruel, para que germinara sola.
Suspiró, cansada, y giró lentamente sobre sus talones. No había más que decir. Pero antes de alejarse, su voz, suave y firme, rompió el silencio una última vez.
—Tú y yo… no somos tan distintas, Lisbeth. —No había desprecio en sus palabras, solo una amarga constatación—. Ambas somos piezas en su juego. La diferencia es que yo ya no quiero seguir jugando.
Cada palabra cayó como una sentencia.
Los dedos de Lisbeth se cerraron en puños, las uñas clavándose en la palma de sus manos. La furia y el miedo se enredaron en su pecho. Pero, por debajo de todo, una punzada de verdad retumbaba en su mente.
Cuando la reina se alejó, con la dignidad de quien ha aceptado su sufrimiento, Lisbeth quedó inmóvil. El viento helado del jardín acarició su piel, removiendo los mechones dorados de su cabello. Pero ella no se movió.
Una sombra oscura comenzaba a crecer en su interior. Una voz, tenue pero insistente, le susurraba que tal vez… solo tal vez… no era tan especial para Stephan como siempre había creído.
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Editado: 21.01.2025