Capítulo 8 – Demasiado distinta

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No fue de un día para el otro.
Pero Anto empezó a sentirlo con más claridad.
No encajaba.

No se trataba de no gustarle las mismas cosas.
Era más profundo.
Como si hubiera una barrera invisible entre ella y los demás.
Y aunque nadie la veía, ella la sentía todo el tiempo.

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En los últimos días, algo había cambiado.
Cada vez que tocaba a alguien —aunque fuera sin intención—,
una parte de esa persona se le metía adentro.

Sentía su energía.
Su cansancio.
Su enojo escondido.
Su tristeza tapada con risas.

Y a veces, solo con tener la mano cerca, ya lo sabía.
Ya lo sentía todo.
Demasiado.

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Al principio pensó que era algo bueno.
Que podía ayudar, entender, acompañar.
Pero después… llegó el miedo.

¿Qué pasaría si lo decía en voz alta?
¿Si contaba que podía sentir lo que otros no sentían?
¿Si confesaba que cuando una amiga le daba un abrazo,
ella absorbía la angustia que la otra no se animaba a decir?

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Una tarde, en la plaza, casi lo dijo.
Una amiga le preguntó si estaba bien, y Anto estuvo a punto de hablar.
De decir:
"Es que siento cosas que no son mías. Y no sé cómo apagarlas."

Pero no lo hizo.

Tuvo miedo.

Miedo a las miradas raras.
Miedo al “¿qué te pasa?”
Miedo al juicio, a la risa, al rechazo.

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Esa noche, en su cuarto, lloró en silencio.
No por tristeza.
Sino por ese dolor suave de saberse demasiado distinta en un mundo que exige parecerse.

Y escribió en su cuaderno:

> “A veces no sé si lo que tengo es un don o una carga.
Solo sé que cuando toco, siento.
Y que cuando siento, me duele más quedármelo que decirlo.”

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Pero algo dentro suyo —su voz más sabia— le respondió:

> “Sentir no es un error. Es tu puerta.”

Y aunque no lo supiera aún, esa puerta recién empezaba a abrirse.