Presente
Jared se detuvo en la puerta de entrada, procurando reconocer las voces. Le daba mala espina que se oyesen únicamente diferentes tonos de voces femeninas.
Era una noche de viernes, la obligatoria para cenar en la casa de su abuela. Si bien habían pasado años desde su adolescencia y desde los tiempos en que se olvidaba de la comida, su abuela no opinaba igual. Le cargaba la nevera con cazuelas tres veces por semana y cada viernes le obligaba a comer delante de ella, como si quisiera asegurarse de que lo hiciera. El nivel de colesterol de Jared era el tema principal en sus discusiones. Magnolia insistía en que debía poner más carne sobre los huesos, aunque no quería verificar si las dioptrías de sus gafas eran las adecuadas y no reconocía que veía una imagen de él de cuando tenía catorce años.
Jared cerró la puerta con cuidado para que no se escuchara el clic, y avanzó con pasos de gato, agudizando los oídos para identificar a las intrusas. Justo entonces se escuchó una risa y él frenó de golpe, maldiciendo en silencio y manoteando fastidiado el aire.
Conocía esa risa. Íria tenía cara de ángel, pero reía como un conductor de camión con sobrepeso que fumaba tres paquetes diarios de tabaco: profundo, ronco, como si se hubiera atragantado con el aire y le costase respirar. Además, reía sin tapujos, con toda la boca, todo su cuerpo se convulsionaba bajo la fuerza de las carcajadas.
Estaba claro, la velada acababa de joderse antes de haber empezado, pensó, evaluando la situación. Al parecer su abuela y la de ella, que eran amigas desde cuando habían nacido hacía más de unos milenios atrás, habían programado una feliz reunión sin considerar necesario consultarlo.
Y él que venía contento consigo mismo y feliz porque había logrado esquivarla en los últimos cinco días. Había pasado la mayoría del tiempo en su casa y con los asuntos del hotel, pero lo consideraba una buena jugada. Su fortaleza era infranqueable y un placer pasar el tiempo escribiendo.
Jared consideró sus opciones y decidió que la mejor en las circunstancias dadas era la retirada. Si se movía despacio y con cuidado, podía desaparecer justo como había llegado, sin que nadie se enterara.
Tenía el pomo de la puerta entre sus dedos a medio abrir cuando oyó que lo llamaban.
—¿Jar…?
Pillado en flagrante, se giró con su mejor cara de póker.
Íria lo miraba desde el salón, con la cabeza inclinada sobre un hombro y media sonrisa dibujada en el rostro.
—¿Estabas huyendo? —inquirió.
Para Jared fue evidente que se abstenía para contener las carcajadas.
—¿Yo? ¡Qué va! Acabo de llegar —soltó con rapidez, dando un portazo para confirmar sus dichos.
—Entonces, ¿por qué estabas de espaldas y tienes cara de culpable?
—¿Por qué estás tú aquí? —atacó él, a la defensiva.
—Tu abuela me invitó. Además, tenemos que hablar.
Íria fue interrumpida porque las dos responsables de la situación aparecieron en el marco de la entrada del salón con los rostros resplandeciendo por la ilusión.
—¡Chiquillo! Has llegado. Pasa, pasa. Te has retrasado un poco, no está bien que dejes esperar a las damas —parloteó su abuela, invitando dentro a todo el mundo.
¿Qué damas?, se preguntó Jared, sonriendo sin querer a la imagen que formaban las tres mujeres. Su abuela era baja de estatura y gordita por todos los sitios. Llevaba siempre el pelo en un moño muy alto donde a veces perdía las gafas, y tenía el carácter de un comandante de tropas. Escuchaba solo cuando le convenía el tema y hacía siempre lo que le daba la gana.
La señora Candela, la abuela de Íria, era tan alta como ella y más delgada que un palo. Desde que la conocía llevaba el pelo canoso, rizado y muy corto, y no apagaba el cigarro nunca. Daba la sensación de que era muy frágil y normalmente aprobaba cada dicho o actuación de Magnolia, su mejor amiga.
Y llegaba a su pesadilla personal: Íria, la que mejor engañaba a primera vista. Lo había sufrido en su propia piel. En su propio corazón, mejor dicho. Parecía sincera, abierta, sin nada que esconder. Tan bella como un cuadro, tan tranquila como las ondas de un lago. Más traidora que una espía doble en una guerra mundial.
¿Qué oportunidades tenía él en esa cena de no ser aplastado como un bicho contra la pared?, se preguntó, eligiendo no darse la respuesta al saber que no sería la que le convenía.
—He preparado tu comida favorita —comentó su abuela, empujándolo en la silla y agarrándole el hombro en el proceso. Jared se ahorró la mueca de dolor. Había entendido la indirecta, la advertencia de que debía comportarse.
¡Cómo si pudiera ingerir algo!, pensó, buscando con la mirada algún frasco con alcohol. Para su desgracia, las damas no habían tenido en cuenta sus sentimientos y no había nada más fuerte que una botella de vino tinto. Se llenó el vaso hasta el borde, lamentando en silencio su condición.
—Cariño, debes contármelo todo —pidió su abuela en cuanto todos habían ocupado sus posiciones, dirigiéndose a Íria.