Sencilla Obsesión

11

 

Trece años atrás

      

—Te lo dije mil veces. ¡Cierra la puta boca!

Íria podía escuchar los gritos de su padre a través de la puerta cerrada de su habitación tan claro como si hubiera estado a su lado.

Se puso los auriculares, una canción a volumen máximo empezó a sonar, y se perdió la respuesta de su madre cuando las notas de la música invadieron sus oídos. Sin embargo, eso no consiguió tranquilizarla. Que no los oyera no significaba que no supiera que discutían de nuevo.

Su padre pasaba el poco tiempo que estaba en casa vociferando nervioso e insatisfecho, y su madre no sabía qué más hacer para ponerlo contento y apaciguar los conflictos. Sus esfuerzos no importaban, encontraría más entendimiento de parte de una pared. Él se había acostumbrado a esperar momentos como este cuando su abuela no se encontraba en la casa, y descargaba su furia, cada vez más violenta.

Íria se apretó con una palma el estómago que había cambiado su posición hasta subir a su garganta y con la otra tamboreó con los dedos sobre el portátil. No podía quedarse en casa cuando se ponían así. No podía soportar ver la vergüenza en los ojos de su madre después de un episodio, sabiendo que escuchaba todo, lo entendía y que ninguna de ellas podría cambiar los hechos.

Cerró la tapa del ordenador y calculó sus movimientos, ya que no quería salir por el pasillo y dar con ellos. Metió la cámara en la mochila, cogió una botella de agua y encontró un paquete de galletas dulces, perfectas para quitarse el gusto amargo de la boca. Sin pensárselo dos veces, saltó por la ventana de su cuarto. No era la primera vez que lo hacía y por desgracia, suponía que tampoco la última. Se quitó los auriculares cuando llegó a la calle principal, y observó las dos direcciones del camino, preguntándose cuál elegir.

Liza estaba de vacaciones con sus padres y había hecho amigos, pero ninguno tan íntimo como para poder aparecer en su casa sin previo aviso. Le quedaban el campo, el lago, el bosque, sus zonas preferidas desde que había venido al pueblo. Se decidió por el campo; había descubierto un árbol milenario bajo el cual podría perder el tiempo molestada solo por los insectos. Su corona era muy grande, las ramas se asomaban por varios metros a su alrededor, y ella podía practicar con la cámara y observar durante unas horas la trayectoria del sol.

Ajustó las correas de la mochila y emprendió el camino, abrumada por el calor y la luz demasiado brillante. Debería haber pensado en coger un gorro o las gafas de sol, pero se había dado prisa en escapar.

Se encontraba a unos metros de la calzada que la llevaría a su destino cuando escuchó el motor de un coche avecinándose. Se acercó al arcén sin mirar atrás y vio de reojo cómo la adelantaba el vehículo. Reconoció el de Jared, pero no esperaba que se detuviera pocos metros más adelante. No había vuelto a verlo desde la noche de la fiesta, lo que significaba dos largas semanas. Por casualidad oía a su abuela comentando por el teléfono con la abuela de él, y Jared siempre era tema central en sus conversaciones. De este modo se había enterado que había desaparecido de casa una noche entera sin avisar, que se había portado horrible con un primo suyo que había venido de vacaciones, y que había adoptado un perro callejero.

Perro que parecía su nuevo amigo, constató Íria cuando una bola de pelo oscuro saltó por la puerta del coche que Jared acababa de abrir y se abalanzó con velocidad por el sendero.

—Fosco, ¡ven aquí! —gritó Jared, acompañando la orden con un silbido largo.

Al no recibir respuesta, repitió el comando e Íria sonrió cabizbaja. A lo mejor no eran tan buenos amigos, dado que el perro pasaba totalmente de sus ordenanzas.

—Quizá no le guste el nombre —sugirió y por poco no estalló en carcajadas cuando Jared se quitó las gafas de sol y la miró contrariado—. ¡Vamos! ¿Fosco? Claro que corre, pobre perrito. Será el hazmerreír de todos los perros del pueblo.

—Hmm… y tú sabes mucho de perros, ¿verdad?                                          

—Sé con seguridad que si quieres seguir teniéndolo deberías ir a buscarlo —replicó Íria, señalando con el dedo índice la dirección por donde había desaparecido la criatura.

Jared hizo una mueca y dio dos pasos, aceptando la sugerencia. Luego se detuvo para mirarla sobre el hombro y preguntó:

—¿Me ayudas?

Íria no se molestó en informarle que esa era la vía que pensaba tomar antes de ser interrumpida. Se encaminó a su lado, con el cuerpo de repente libre de peso, con el corazón bombeándole contra las costillas, sintiéndose ligera y feliz sin motivo aparente.

—¿Cómo estás? —preguntó Jared sin mirarla. Sus ojos analizaban el campo en busca del desertor.

—Bien. ¿Y tú?  —se interesó ella, constatando que cada vez que se encontraban se comportaban como si acabaran de conocerse por primera vez. Siempre pasaban por unos momentos de incomodidad, como si cada uno quisiera comprobar cómo actuaría el otro, si había cambios en su comportamiento.

—Perfectamente —bramó él, pero a Íria le pareció que su sonrisa se vio un poco forzada.

—¡Allí está! —exclamó señalándole el lugar donde el perito se veía absorto en la operación de morder con furia el pasto. Gruñía enseñando los pequeños dientes, atacaba la paja y tiraba con su poca fuerza, se caía de culo y volvía a repetir la operación—. ¿Cuánto tiempo hace que lo tienes?




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