Otro día en el que despierto. Y se podría decir que por segunda vez.
Llaman a la puerta.
—¡Gala! —Una voz cordial y masculina canturrea mi nombre.
Me pongo de pie como puedo, arrastro los pies hasta la puerta y quito la gruesa tabla que la atranca.
—Buen día, señor Gelmon, ¿necesita de mi ayuda? —hablo despacio y pausado.
Le regalo mi mejor sonrisa para esas horas. No puedo evitar largar un bozteso que intento tapar con la mano.
—Si no es mucha molestia. —Me examina con detenimiento—. ¡Vaya! Le diré a mi mujer que te prepare algo para levantarte el espíritu.
Lame la palma de su mano y me alisa un poco el nido de caranchos que traigo por pelo.
—Usted nunca es molestia. —En base a mucho esfuerzo me gané su confianza y cariño. Un padre trabajador que trata de inculcarle sus mismos valores a sus hijas—. Bonito sombrero trae el día de hoy.
—Es nuevo—. Se lo acomoda con cierta modestia—. En cuanto estés lista ven a casa y habla con Mazia, te dirá que hacer.
—Usted es muy amable. —Le estrecho la mano con las dos mías—. Que tenga buena jornada.
Se retira inclinando su sombrero.
En cuanto lo pierdo de vista trabo la puerta de nuevo. Me retiro el camisón y me coloco un pesado chaleco de cuero, una suerte de arnés que cubre por debajo del cuello hasta la ante penúltima vertebra. De solo ponérmelo me siento asfixiada, calurosa, pero es lo único que puedo hacer para salir caminando por el pueblo sin problemas. Encima me pongo un vestido ceñido a la cintura que roza el suelo, y unas bragas por debajo que me llegan por arriba de las rodillas.
Antes de ir a la casa de los Mayorque me limpio los dientes con una ramita y voy al baño cerca del pie de un cerro detrás de mi choza, para hacer mis necesidades.
Muero de hambre.
Arrastro los pies, somnolienta, retirándome las lagañas con los dedos mientras el canto de las avez despierta de sus nidos entre los pajonales.
Las ovejas balan y comen viéndome pasar por al lado del cerco. Son las del señor Guli. Aun tiene energía para madrugar, a sus ochenta años y tras sufrir la perdida de su mujer y sus dos hijos a manos de los gnolls carroñeros de las Tierras Del Noroeste.
Me saluda con la mano. Está recolectando huevos en una canasta. Su hermano abandonó el pueblo luego de aquel incidente, pero Guli nunca abandonaría su hogar, donde nació. Aqui quiere morir, aunque sea solo.
Devuelvo el saludo. Cada vez que lo veo siento angustia que se arremolina en mi pecho, como si me viera en un reflejo y recordara aquél pasado dolor.
—¡Que tenga buen día! —grito. Trato de que vea una amplia sonrisa, pero la voz se me quiebra un poco.
No responde, pero asiente varias veces y una leve sombra aparece en la comisura de sus labios.
Inspiro hondo frente a la fachada de la casa de los Mayorques. Dentro me espera la hija mayor, Ylriana. Ella es molesta.
Toco la puerta con el puño y abro con cuidado.
—Permiso —me presento con voz suave.
—Adelante, pasa. —Mazia siempre parece levantarse de buena manera—. No seas tímida, nuestra casa es tu casa.
Doy los buenos días y ambas niñas me saludan, aunque puedo notar como Ylriana, la mayor revolotea los ojos. Están comiendo un potaje anaranjado. Huele delicioso, como a calabaza y queso.
Mazia me invita a tomar asiento. Y en un plato de barro me sirve un poco de aquel potaje, y como extra dos huevos hervidos en el punto que me gustan, con la yema casi líquida.
—Estoy más que agradecida. —Les sonrio—. Veo que el señor Gelmon salió con prisa.
—Así es, el pueblo de Carpintería realizó un encargo el doble de grande que de costumbre —explicó Mazia.
—Suena como a buenas noticias —digo levantando las cejas y me meto una cucharada en la boca—, apuesto que el señor Gelmon se comprometió a no fallar bajo ningún punto. ¿Aunque me pregunto si a Carpintería le está yendo tan bien? Espero que no sea para construir un muro en contra de las bestias.
—¡Ay, no! —exclama Mazia. La preocupación se hace presente en su ceño.
Su hermana y su familia viven ahí.
—Lo siento, no quise llamar a la mala fortuna, pero siento que cada día que pasa hay más ataques a nuestra gente, a la humanidad. —Al tomar una de sus manos la miro directo a los ojos.
Ella asiente y yo le devuelvo el gesto.
Las hijas cruzan miradas extrañadas, son muy jóvenes como para entender lo que estoy diciendo. Ojalá que no se den cuenta demasiado tarde, porque tarde es el fin.
—Dejemos eso de lado. —Corto el silencio—. Dime Estafanía, ¿qué trabajo nos dará tu mami hoy? Con esta rica comida la fuerza me sobra.
Mazia sonríe cuando intento mostrar los pequeños músculos de mi brazo. Se levanta de la mesa y trae unas cestas de mimbre para dejarlas a un lado de la mesa, en el suelo.
—¡Vamos a buscar hongos! —Nalay grita de emoción—. Vamos a ir al bosque cerca de las montañas.
—Ni que fuera tan divertido —acota Ylriana, apoyando una mano en su mentón y jugando con la cuchara sobre el fondo del potaje—. Para colmo después tenemos que preparar el almuerzo, ¡qué emoción!