Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 3: Robo a la bruja

Ya casi amanecía cuando madre e hija todavía seguían en la oscuridad en medio del campo. Scarlatta no había tenido el corazón de hacerla entrar después de ver su carita deslumbrante de felicidad.

Las dos estaban sentadas sobre el césped, contruyendo una cometa de viento con las hojas de los árboles, flores y lianas.

Delilah olió las flores, encantada por su aroma, y agregó más decoraciones a la cometa. Tan pronto como estuvo terminada, corrieron sobre las colinas hasta hacerla volar. La niña se reía como nunca antes lo había hecho.

—Shh —le advertía su madre de vez en cuando—. Los duendes piratas te van a oír.

Delilah trató con poco éxito de ocultar su risita. Scarlatta dejó que la cometa volara mientras le hacía cosquillas en la panza.

—¡Corre, me convierto en un feo duende! ¡Grrr!

Las dos se tumbaron sobre su espalda en el suelo, entre risitas y cosquillas. Una vez que se cansaron de jugar, se quedaron en absoluto silencio, solamente contemplando el firmamento repleto de estrellas de plata.

—Mami, ¿puedo alguna vez ir al cielo con papá?

—Todavía no, dentro muuuchoo, muuucho tiempo.

—¿Y tú, mami?

Scarlatta suspiró.

—Si alguna vez no estoy a tu lado, significa que me he convertido en una estrella. Pero para eso falta mucho. Tal vez estés viejita como el señor Valentino cuando eso pase.

En medio de una historia de princesas y dragones que Scalatta le decía a Delilah, la chiquilla se quedó dormida sobre su pecho.

Las palabras de Scarlatta se disolvieron en un murmullo, pues también se había quedado dormida bajo la refulgente luz de la luna.

Delilah se despertó cuando el sol le empezó a quemar las pestañas. Estaba tan feliz de estar afuera, que empezó a saltar. Imitaba a los conejitos, trataba de hacer el sonido de los pájaros y agarraba las ranas con sus pequeñas manitas.

Ella puso una ranita sobre el pecho de su madre dormida.

—¡Mira lo que encontré, mamá! —gritaba excitada—. ¡Ellas saltan así!

Fingió varios saltitos de rana para mostrarle a su madre. Saltó y saltó con la alegría propia de una niña que veía el mundo por primera vez.

Le agarró la cara a su madre con sus manitos, apretándole las mejillas.

—Mamá, mira mi esquidosa —así había bautizado a las ranas.

Como no se despertaba, le puso la ranita en la cara.

—Mamá, juega conmigo antes de que vengan los duendes piratas.

Scarlatta seguía rendida en su sueño, pero Delilah no se daba por vencida. Subió sobre su torso y la abrazó. Eso siempre funcionaba.

—Mamá, mira, soy un duende pirata. ¡Grrrr!

Delilah tiró del vestido de su madre, agitándola varias veces para que la sintiera. Estaba tan contenta que no le importó que su mamá continuara dormida. Siguió jugando con la naturaleza y con Scarlatta.

Le traía toda clase de bichos y los colocaba en sus manos frías.

—Este lindo gusanito es para que se lo llevemos a Donna y Clotilde, a ellas les encantará comérselo —dijo con voz cantarina mientras le ponía una lombriz en la palma a su madre—. ¿Verdad que sí, mami?

Sin esperar una respuesta, siguió jugando en la pradera. Tenía la energía de una cabrita bebé.

Al caer la tarde, fue cuando empezó a sentirse sola y aburrida. El frío comenzaba a colarse en sus pequeñitos huesos. Así que se acurrucó junto a su madre, colocando la cabecita en la cuenca de su cuello.

Cuando empezaba a quedarse dormida, el señor Valentino apareció con una bolsa de pan y una botella de leche y las halló tumbadas a las afueras del establo.

Scarlatta estaba gélida y azul.

Llevaba muerta desde la noche.
 

********

Pasaron los días y el señor Valentino continuaba ocultando a Delilah en su casa. Había entregado el cuerpo de Scarlatta a las autoridades, pero no había mencionado a la pequeña niña. Su versión era que únicamente había hallado a una muchacha sin vida en su campo, ni siquiera la conocía.

Aquel día llegaría una antigua amiga de la familia a llevarse a la pequeña.

A esta señora también le había dicho que no sabía nada de Delilah. La había encontrado sola deambulando y la había acogido en su casa durante algunos días hasta que sus padres aparecieran. Pero como no lo hicieron, se vio obligado a entregársela.

Si revelaba algo de la verdad sobre su madre, sus abuelos se la llevarían y su destino probablemente sería fatal.

La mujer de aspecto elegante y Delilah se subieron juntas a una carreta tirada por caballos. Aquella señora tenía una edad avanzada y un semblante serio en todo momento.

Delilah movía sus piernitas que flotaban fuera del asiento mientras cantaba las canciones que su madre le había enseñado.

—¿Cómo te llamas? —preguntó la doña.

Había hablado por primera vez, más para que la niña se callara que porque realmente le interesara.

—Delilah.

Y eso era todo lo que sabía de ella.

Delilah. Ése era su nombre, su pasado y su futuro.

 

Hogar y Convento Católico Santa Mesalina de Foligno - Mondovì - Reino de Italia - 1901

Las niñas caminaron de puntillas hacia la cocina, arrastrando sus vestidos blancos para dormir en el suelo de madera y sosteniendo los sombreritos de su pijama para que no cayeran de sus cabezas. Sus pies descalzos apenas hacían ruido al seguir a Delilah a través del pasillo.

Delilah era una de las más pequeñas del grupo, pero también era la que más diabluras planeaba para molestar a las hermanas. Al amanecer, se celebraría el cumpleaños de sor Gaudenzia, la más gruñona de todas. Y las huérfanas tenían ganas de hacer una pequeña venganza.

La niña gateó cuando llegó a la cocina, escondiéndose sigilosa detrás de las encimeras. Sus amiguitas la perseguían, muertas de miedo.

Ella trató de abrir la puerta de la despensa, pero estaba demasiado alta. Fátima, la niña más grande de todas, la levantó y la posó sobre sus hombros para que pudiese alcanzar la estantería.




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