Señoritas de Vestidos Azules

Capítulo 5: Eleva una petición

Delilah estaba decidida a encontrar a su madre sin importar lo que costara. Sabía en su corazón que solamente se había extraviado. Tal vez si le hacía saber dónde estaba, la hallaría. Sabía que su madre era buena y nunca la habría abandonado. Era algo que no podía explicar, pero estaba segura de ello.

Podía ser una niña, pero sentía cosas que nadie comprendía ni pensaba que pudiese sentir una pequeña de su edad.

Ella caminó entre la niebla en plena madrugada, colina abajo. Cannoli, que temblaba de frío, la seguía de cerca.

Descalza, siguió el sendero que la guiaba hacia la carretera de arena que se comunicaba con el pueblo más cercano.

—Mami —gritó con la garganta estrecha—. ¡Estoy aquí! ¡Soy tu hija, Delilah!

Abrazó a Cannoli contra su pecho.

—Mami, sé que me perdí, pero aquí estoy. Encuéntrame. Tengo mucho que contarte. Mis amigas del hogar son muy buenas conmigo, sin embargo, la hermana Gaudenzia es un ogro. Spaguetti no quiere entenderme, aunque yo sé que estás buscándome como yo a ti. Hace poco aprendí a leer y escribir. Y dejé de hacerme pis en la cama. Yo sé, mami, que tú me amas, por favor ven a buscarme.

Andó durante toda la noche hasta que el sol comenzó a despuntar tras las montañas. Finalmente pudo ver más allá del halo de luz que dejaba la vela gracias a los primeros rayos de luz del amanecer.

—¡Mami! —continuó vociferando hasta que logró ver la carretera de arena.

A través de esa carretera podría llegar al pueblo y preguntarles a todos por su mamá. Alguien debía conocerla.

Corrió a toda velocidad para llegar al camino de tierra.

******

—¡Delilah! ¡Delilah!

Las monjas recorrieron las colinas junto con algunas de las niñas y el padre Flavio, en busca de la pequeña que llevaba toda la noche desaparecida. Incluso Massimo se sentía tan culpable, que fue a acompañarlas.

—¡Cannoli! ¡Patata! ¿Dónde están?

—Hermana, la última vez que se escapó, estaba trepada a un árbol —sugirió una de las niñas del hogar.

Las monjas ya habían buscado en la cima de todos los árboles. De pronto, apareció Cannoli, subiendo la colina mientras meneaba su colita y ladraba. Fue directo a los brazos de Massimo.

—¡Cannoli nos llevará hasta ella! —supo Massimo en seguida.

El perrito continuó ladrando mientras Massimo corría tras él y las hermanas detrás de Massimo, levantando sus hábitos para moverse mejor.

A lo lejos se vio a Cannoli dirigirse hacia una bola de tela en medio de la carretera. Era Delilah, que estaba hecha un ovillo abrazando su cuerpo para no sentir frío. El cachorrito le lamió la cara, tratando de despertarla.

—¡La encontré! —gritó el niño, emocionado.

El padre Flavio la cogió en sus brazos de inmediato y todos se aglomeraron a su alrededor para darle calor a la pequeña.

Delilah despertó en la enfermería del hogar, rodeada de sus amigas, que se precipitaron a abrazarla cuando la vieron abrir los ojos.

—¡Se despertó! —chilló Mestiere con alegría, que era una pequeña niña de rizos rubios con ojos rasgados.

Todavía temblando, Delilah abrazó a todas sus compañeras antes de besarles las mejillas. Después se acordó de lo mucho que le dolía el cuerpo, pero no por el frío o el cansancio, sino porque no había podido encontrar a su mamá. Inmediatamente se entristeció.

—¿Cómo estás? —con premura, la hermana encargada de la enfermería del hogar le puso un termómetro en la boca, que marcó un poco menos de treinta y cinco grados—.  ¡Abrácenla fuerte, niñas!

Todas le hicieron caso e intentaron que Delilah entrara en calor. Pero ella sentía en realidad fuego dentro de su corazón, sus ojos querían soltar lágrimas.

—No le hagas caso a Massimo, encontrarás a tu mamá —la calmó Gisela, una niña de piel color canela y cinco años de edad.

—Muchas de nosotras no sabemos nada de nuestros padres —le explicó Fátima—. Pero otras estamos seguras de que jamás los volveremos a ver, como yo. En cambio, estoy segura de que tus padres están por ahí buscándote, Delilah. Yo recuerdo cuando llegaste aquí. La señora que te trajo no sabía nada de ti, además de que habías sido hallada sola deambulando por ahí y que tu nombre es Delilah. Por eso creo que solamente estás perdida y que tus padres están buscándote sin descanso. Si me lo preguntas, estoy segura de que encontrarás a esa madre que recuerdas.

—No escuches a Spaguetti, está resentido porque él sí sabe que fue abandonado aquí —la animó Mestiere.

Las palabras de aliento de sus amigas la hicieron sentir tan bien que esbozó una pequeña sonrisa. Su esperanza se había restaurado ligeramente.

—¿Sabes lo que podemos hacer para ayudarte a encontrar a tu madre? —propuso Fátima.

Delilah se emocionó.

—¿Qué cosa?

—Podemos rezar para pedirle a Dios que te ayude a encontrar a tu mamá.

La niña pareció confundida.

—¿Podemos pedirle cosas a Dios?

—Claro que sí, tonta.

—Cuando rezas puedes agradecerle a Dios por las cosas que tienes, como tus amigas, las hermanas que te cuidan, por estar sana, o por poder vivir bajo un techo —le enseñó la hermana enfermera, Anna—. Pero también puedes pedirle las cosas que quieras, como encontrar a tus padres o conseguir una familia.

Esas palabras la asombraron. Nunca pensó que podía pedirle algo a Dios. Siempre le habían enseñado a rezar, pero no a pedir. ¿De verdad podía darle lo que ella quisiera?

—No quiero una familia, quiero la mía.

La hermana Immacolata entró a la enfermería acompañada de Massimo, a quien iba empujando ligeramente hacia adentro, debido a que el chiquillo parecía tímido de entrar.

—¿Cómo está?

—La temperatura se está normalizando de a poco. Ya está llegando a treinta y seis —compartió la hermana enfermera.

—¡Gracias a Dios!

Delilah pareció pensativa.

—¿Le pidió a Dios que me subiera la temperatura?

Las hermanas y las niñas soltaron una carcajada.

—Claro que sí, pequeña —Immacolata la abrazó. Luego puso una mano sobre el hombro de Massimo—. Vamos, discúlpate.




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